Corría el año 1937 y los equipos del Chelsea y el Charlton iban a enfrentarse en un partido de fútbol de la liga inglesa. Con las dos formaciones ya en el terreno de juego, una espesa niebla cubrió el estadio y obligó a suspender el encuentro a causa de la nula visibilidad. Todos los jugadores se retiraron a los vestuarios con la excepción del portero visitante, Sam Bertram, que al no ser advertido por nadie de la suspensión, continuó debajo de los palos en absoluta soledad, hasta que pasados unos quince minutos unos policías le informaron de su insólita situación. Cuentan las crónicas apócrifas que mientras los agentes le acompañaban hasta la salida, el guardameta les comentó -en una exhibición de flema británica- que le había extrañado el escaso poder atacante de la delantera del equipo contrario, añadiendo a modo de justificación que él se había limitado a cumplir con su sacrosanta obligación futbolera, que no era otra que la de defender contra viento y marea la portería de su amado club.

La obsesión de la derecha valenciana en centrar la mayor parte de su discurso político en las cuestiones identitarias empieza a recordar sospechosamente al triste papelón de este esforzado portero inglés, empeñado en defender su portería de los ataques de un enemigo inexistente. Pasan los años y pasan las derrotas electorales y el trío formado por el Partido Popular, Ciudadanos y Vox sigue buscando fantasmas pancatalanistas por todos los rincones de la Generalitat Valenciana, rastreando en las redes sociales para descubrir veleidades independentistas de algún alto cargo e intentando encontrar alguna fórmula mágica que les permita cargar en las espaldas del Botànic los desastres y los miedos generados por el conflicto catalán.

El celo mostrado por los conservadores contrasta abiertamente con la posición tomada por el gobierno valenciano de izquierdas, que desde el minuto uno del pacto de gobierno -allá por 2015- decidió apartar del debate público todas aquellas cuestiones identitarias que pudieran generar algún tipo de polémica o de desgaste político. Esta opción, que ha supuesto no pocas tensiones con los sectores más nacionalistas del Botànic, se mostró con el paso del tiempo como una solución inteligente y práctica, que ha permitido a los partidos progresistas protagonizar dos victorias electorales consecutivas y consolidarse en el poder durante dos legislaturas. Volviendo a los símiles futboleros, la izquierda valenciana decidió no disputar este partido y la derecha se ha quedado ahí, sola en medio del estadio ejerciendo de heroica defensora ante una agresión imaginaria.

Sorprende la insistencia de las formaciones de derechas en seguir recurriendo a una táctica política que les ha dado unos beneficios tan escasos. Los resultados de las dos últimas elecciones autonómicas evidencian que los intereses de la mayoría de los ciudadanos valencianos van por otros derroteros (léase sanidad, educación, servicios sociales o infraestructuras) y a pesar de eso, los líderes conservadores no han rebajado ni un ápice la intensidad de un discurso amenazante y gastado por el uso, que ya está pidiendo a gritos una profunda renovación.

Es complicado encontrar una explicación clara para esta compulsión monotemática. Para algunos sectores, el empeño de la derecha valenciana en estrellarse siempre con esta misma piedra responde a un preocupante déficit de repertorio político, que les llevaría a interpretar una y otra vez la misma canción, para ver si al final suena la flauta y consiguen regresar al número uno de las listas de éxitos. Para los más futboleros, estamos ante un caso clínico de amor a los colores; el conservadurismo valenciano tiene en su ADN este estado de tensión épica permanente y para ellos, la política perdería toda la gracia si no pudieran esgrimir un par de veces por semana el espantajo de los Països Catalans.

El espíritu de Sam Bertram, el legendario guardameta que defendió su portería de los ataques de una delantera fantasmal, sigue vivo en estas soleadas tierras de la Comunitat Valenciana.