En el último mercado del año pasado, esperando el turno, pues soy de los que cuando llega a un puesto y observo que no hay expendedores de números, «pido la vez»; la vendedora con la mejor buena intención le espetó a una señora de avanzada edad a la que se le veía muy deteriorada la salud, y sentada en una silla de ruedas, que «siga igual al año que viene». Permanecí callado, y observé que la buena señora inclinó la cabeza e hizo una mueca, no sé si de agradecimiento o de dolor. La vendedora lo dijo, estoy seguro, con el mejor propósito. Sin embargo, creo que probablemente hubiera sido más aceptable el decir que «al próximo año esté mejor».

No era cuestión de milagros sino, simplemente, de acompañar con una frase de ánimo el poder combatir lo que pudiera acaecer cuando el calendario, tras el consumo de las uvas, da el salto mortal de pasar de un año a otro, y siempre, en que una gran mayoría de personas pide como deseo que a partir de ese momento, durante trescientos sesenta y seis días (este año por razones de tener que arreglar las diferencias horarias del calendario), todo lo que vivamos sea mejor. Yo me pregunto, la gracia que le haría a los damnificados por la DANA que se les dijese que «siga igual al año que viene».

Pero, vayamos hacia adelante con la esperanza que realmente todo sea mejor. Recuerdo, de niño y de adolescente, cuando las hojas del dichoso calendario caían lentamente, sabíamos que tras la noche de Reyes, salvo en San Antón y en San Sebastián no habría respiro hasta la Semana Santa.

Así, ahora, poco a poco, y mucho más rápido los días van avanzando, y tras el seis de enero nos vamos acercando a la festividad del Santo ermitaño (17 de enero), para nosotros el domingo 19, con los tenderetes de bolas con esencia de bergamota, dátiles, palmito y turrón de novia o de panizo.

Con cerdo incluido, con bendición de animales, con chocolatada con mona, con charlatanes, con arroz y costra, con investidura de las nuevas instituciones de la Real Orden de San Antón, en agradecimiento por la ayuda prestada a los vecinos en la DANA.

A la siguiente semana, el medio año festero, en el que las comparsas de moros y cristianos rompen con su música el letargo que les llevan hasta la Fiesta de la Reconquista. Y, siete días después, toda Orihuela se viste de medieval, y sus calles se ven abarrotadas de gentes venidas de otras tierras, de la huerta y del campo, de las playas y de poblaciones vecinas, para recorrer los rincones y plazas de la vetusta Orceli y la ancestral Aurariola, engalanadas con reposteros y banderas, con sones de hace siglos de chirimía y tamboril.

Y diremos que, en esas fechas, Orihuela no es igual que el pasado año: Orihuela es mejor. Que esta bendita tierra, aunque no olvida todo la peor que ha sufrido, como tantas veces en su historia intenta levantar la cabeza sin dejar a un lado sus sentimientos y dolores. Y, poco a poco, se irá acercando al Miércoles de Ceniza, se adentrará en la larga Cuaresma y volverá, otra vez, a recorrer sus calles y plazas acompañando a ese joyero pasionario que hace que nuestra Semana Santa haya alcanzado su categoría internacional. Revivirá en la Semana de Pasión, las voces de ángeles roncos por las esquinas, clamando que desde las ventanas y balcones se asomen los vecinos a ver «el tropel de los sayones», a escuchar el llanto de «las Gemelas», la mirada del Abuelo, el marcial paso de «los Armaos», el Caballero Cubierto y «La Diablesa».

Así, poco a poco, o tal vez más aprisa para los que peinamos canas, los días se irán sucediendo desde primero de año, en el que echamos de menos en Orihuela la primera corrida de toros o novillada con sorteo de regalos, con la que se inauguraba la Fiesta Nacional en España.

Tenemos la esperanza que no será igual que el año pasado, sino que éste confiamos que sea mejor, incluso para aquella señora sentada en una silla de ruedas ante un puesto del mercado.