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Sardinas

El enésimo agitprop italiano busca llenar las plazas de muchedumbres como pescados en lata, de ahí que se conozca como movimiento de las sardinas. Su ideología izquierdista radical y los rancios acordes del "bella ciao" partisano componen el resto. Sus principales líderes convocan estas concentraciones como respuesta al crecimiento de las opciones de extrema derecha, encabezadas en el país con forma de bota por un nuevo personaje patán y populista, que también se sirve de marchas por el estilo.

La sucesión de iniciativas así es típica de democracias enfermas. Cuando los ciudadanos se enganchan a alternativas ultras en lugar de aquellas capaces de abordar las cuestiones nacionales desde la templanza, es que algo funciona regular en el sistema. La mayor parte de las veces el problema surge de la consabida inconsistencia de los cuadros dirigentes de los partidos institucionales, que no logran seducir por su pobre bagaje o sus limitadas capacidades y atractivo personal. Pero también está la ausencia de medidas eficaces que permitan sortear los modernos desafíos o los peligrosos guiños a los populismos, que suelen acompañar al ocaso de las formaciones tradicionales y abren la puerta a las autocracias.

Chalecos amarillos, camisas rojas, pardas o negras, indignados, sardinas, y a saber mañana qué otra ocurrencia, no son sino meros artificios del totalitarismo para hacerse con el poder, como recuerdan los profesores de Harvard Levistky y Ziblatt en una reciente obra maestra sobre el tema. Su objetivo es el clásico: generar un contexto artificial, parcial y reduccionista de la realidad para encender la mecha del supuesto descontento social, importándoles un comino las soluciones eficaces a los principales dilemas, porque sus fórmulas son las que han venido fracasando estrepitosamente en el pasado y en cualquier sitio.

Frente a ellos, sin embargo, resulta complicada cualquier respuesta en caliente, porque quienes defienden alternativas serenas acostumbran a tener complejos a la hora de encararlos y de denunciar sus trapaceras maniobras, que solo proporcionan provecho a sus deplorables machos alfa. En ocasiones, es la gestión del tiempo la que proporciona mejores resultados, permitiendo que se vayan pudriendo hasta desaparecer, como De Gaulle hizo con su mayoría silenciosa, pero otras veces se perpetúan peligrosamente, como está pasando en algunas naciones de Iberoamérica.

La toma de las calles en Europa ha vuelto a ser la clave de arco de lo que en Estados Unidos llaman política contenciosa, aunque con algunas diferencias respecto de las de antaño. Para empezar, su objetivo no pasa ahora por movilizar a grandes masas, sino a colectivos concretos para forzar iniciativas específicas en su beneficio, olvidando la necesaria visión de conjunto que procede adoptar desde los gobiernos en cualquier asunto. El feminismo, ecologismo, animalismo, pacifismo y los demás ismos, giran precisamente en torno a esa calculada parcialidad, sin concebir escenarios intermedios o racionales en sus postulados.

Aunque parezca lógico esperar que los ecos de estos movimientos sociales se apaguen cuando los populismos que los animan pisan alfombra, tampoco sucede así en todos los casos. En Italia, ese gran observatorio para estos fenómenos, continúan activos por la cólera popular frente a quienes prometían un paraíso y solo ofrecen desde el poder balcones diarios al abismo, porque ha de reconocerse que estas propuestas demagógicas suelen ser una calamidad cuando gestionan, con independencia de la amenaza que suponen para las democracias, y ahí tenemos a Grecia para comprobarlo.

A las sardinas de las plazas romanas, en suma, seguirán bien pronto las del jurel y la caballa, y con ellas esa insistente tiranía de las minorías tratando de convertirse en esa tiranía de las mayorías que siempre acaban con las libertades.

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