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Marco Aurelio en el supermercado

El estoicismo como modelo para encajar las contrariedades sin inmutarse y obtener la mejor versión de uno mismo

Imagínese al emperador Marco Aurelio, uno de los mejores representantes del estoicismo, junto a usted, en la cola del supermercado, compartiendo una situación cotidiana: su línea de caja es la única que no avanza. Tanto a usted como al filósofo estoico les toca esperar; mientras, los clientes de las otras cajas se encuentran ya acarreando sus bolsas de la compra y traspasando la puerta que pone fin al suplicio de tener que escuchar en bucle la sintonía de la empresa, recibir empujones o pisotones y participar en conversaciones que no les interesan lo más mínimo. En nuestra vida nos topamos con situaciones que no podemos controlar y que tienden a alterar nuestro estado de ánimo haciéndonos víctimas de la ansiedad, el mal humor o inclusive la ira. Si usted es de los que se desespera con facilidad, posiblemente le llame la atención la manera en la que el emperador encaja la misma contrariedad sin inmutarse.

El estoico entiende que, para vivir medianamente felices, debemos entrenar para que nuestra conducta sea racional en todas las circunstancias; de lo contrario no solo terminaremos siendo prisioneros de pasiones como la tristeza, el miedo o el deseo, sino que, sobre todo, perderemos el control de nuestra voluntad, dejando de ser sujetos para acabar convirtiéndonos en sujetados. Muchas escuelas filosóficas de la Antigüedad propusieron como ideal de existencia la ataraxia, es decir, el equilibrio mental, la ausencia de turbaciones en nuestro ánimo o, como me dicen mis alumnos, un "estar pancho" pase lo que pase. El camino hacia ella no es cosa fácil, pero tampoco imposible. Es como la tarea de esculpir un cuerpo sano y atlético: ambos objetivos exigen una rutina de ejercicios y una cuidadosa dieta. Marco Aurelio ni nació con una disposición natural hacia el autocontrol, ni alcanzó la serenidad con frases positivas como las que podemos encontrar en los productos de Mr. Wonderful. Su ataraxia vino tras un continuo ejercicio filosófico.

Es fácil imaginarnos a Marco Aurelio en un campamento militar en la peligrosa frontera del Danubio, a miles de kilómetros de su Hispania natal y de su lujoso palacio de Roma, en la soledad de la tienda, arrimado a un fuego que apenas lo protege del gélido invierno, escribiendo sus pensamientos sobre un papiro que hoy conocemos como "Las meditaciones". El emperador nunca escribió para que otros lo leyeran, sino que tomaba notas en su diario personal para recordarse cómo debía actuar y cómo debía afrontar los sucesos que la vida le iba deparando. Afortunadamente, alguien conservó el diario para que hoy podamos leerlo y realizar los mismos "ejercicios espirituales" que él realizaba para no desviarse del auténtico objetivo vital: alcanzar la mejor versión de sí mismo. Ojalá practicásemos la filosofía con la misma cotidianidad con la que hoy vamos al gimnasio, porque vivimos tiempos en los que son necesarias grandes dosis de estoicismo entre los ciudadanos. Algunos discursos políticos están hábilmente diseñados para desatar en nosotros atávicas pasiones, como el odio o el miedo, boicoteando nuestra capacidad racional y, por ende, nuestra libertad.

A través de un relato emocional y visceral, los vecinos somos divididos en masas, hinchadas, enfrentadas, fáciles de manipular para que confundamos las políticas del bien común con los intereses particulares de algunos. El estoicismo nos invita a pasar toda esta verborrea por el tamiz de la razón, única facultad que nos capacita para alcanzar los consensos que el pacto social necesita para seguir funcionando. De igual manera, el sistema económico que hemos generado obliga a las empresas a aumentar continuamente su producción, elevando nuestro consumo. Para incrementar las ventas se desarrolla una tecnología de control de nuestro deseo que encadena subrepticiamente nuestro corazón, nuestros genitales y nuestro estómago. Ante tal estado de cosas, el estoicismo nos enseña a controlar e incluso eliminar el deseo mediante una disciplina del apetito. En el fondo no se trata más que de recuperar la libertad: libertad frente a las pasiones y apetitos, libertad ante la coacción de otras personas y libertad ante las circunstancias que no podemos cambiar. Quizás el secreto no esté en romper las cadenas, sino en aprender a bailar con ellas.

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