Como suele ser habitual cuando da comienzo un nuevo año, uno se impone una serie de propósitos para mejorar aprovechando esa catarsis que supone el cambio en el calendario. En mi caso, he decidido no ser tan crítico con el Gobierno municipal de nuestra ciudad. Aunque ya saben que estas buenas intenciones de enero suelen durar lo que la dieta de adelgazamiento o las sesiones de gimnasio: poquito.

En cualquier caso, aún estamos a diez de enero, de modo que aparcaré las reflexiones que se me agolpan en la cabeza sobre el destino de nuestros impuestos, o sobre la alegría que produce a algunos ser la ciudad número diecinueve por número de habitantes en España, aunque sin mencionar que ocupamos un puesto bastante más discreto en cuanto a la renta per cápita de esos 232.000 ilicitanos.

De modo que, en esta ocasión, para ser fiel a mi propósito, hablaré de la oposición y no del Gobierno. Pero, si me lo permiten, para no perder la buena costumbre de hilar el tema en torno a la literatura, me gustaría proponerles una lectura: El crisol ( The Crucible, 1953), del dramaturgo norteamericano Arthur Miller. Si lo prefieren, también pueden ver la adaptación cinematográfica de 1996, con guión del propio Miller, dirigida por Nicholas Hytner, y protagonizada por Daniel Day-Lewis y Winona Ryder.

El crisol, también conocido en España como Las brujas de Salem, se desarrolla en Salem, Massachusetts, durante los famosos juicios por brujería que se celebraron en esa localidad norteamericana en 1692. La obra es una versión de ficción de aquellos hechos y nos narra la historia de un grupo de mujeres que acusan falsamente a otras ciudadanas de brujería. Esas acusaciones, y los subsiguientes juicios que se celebraron, llevaron al pueblo a una suerte de histeria colectiva que devino en el arresto de doscientas personas y en la ejecución de diecinueve de ellas. El propio Arthur Miller fue falsamente acusado de comunista y de actividades anti norteamericanas durante la etapa conocida como «macartismo», en los años cincuenta del siglo pasado en EE UU. Miller escribió El crisol como una alegoría, estableciendo una comparación política y moral entre los juicios de Salem en el siglo XVII y los que propició el senador McCarthy en su época.

En la obra de Miller se exploran varias temáticas, pero una de las principales es la tesis que defiende que el honor y la integridad personal son más importantes que la propia vida, como se ve reflejado en su protagonista, John Proctor. El propio título, El crisol, hace referencia a un contenedor capaz de soportar una enorme temperatura, tal y como lo tuvieron que hacer muchos de los personajes, en un sentido metafórico y literal. El castigo habitual para los delitos de brujería era la muerte en la hoguera, pero antes los procesados tenían que pasar por tres crisoles: el juicio de la opinión pública, el proceso formal ante un tribunal y, finalmente, padecer la tortura de una cruel ejecución.

Sin embargo, el honor y la integridad personal que defendía Miller a través de John Proctor, han dejado de tener valor, y eso se refleja de una forma palmaria en la política. En ese sentido apuntaba un artículo de opinión, muy acertado en mi modesto parecer, que firmaba en INFORMACIÓN Manuel Alarcón el pasado día 21 de diciembre, titulado «Eduardo, vete a casa», en el que el redactor expone los, a su juicio, tres errores cometidos por el fugaz líder de Ciudadanos en Elche: el primero aceptar el cargo de la mano que luego habría de defenestrarlo; el segundo, no irse cuando Ciudadanos perdió 16.000 votos entre las generales y la municipales; el tercero sería, aunque este error no lo ha consumado aún, no entregar el acta al «ejército de incompetentes que son los que mandan en su formación, aunque a estos el partido no les interese ya tanto como el sueldo que les aporta y la posición social que les da» (M. Alarcón dixit y yo suscribo punto por punto).

Cuando en las facultades de políticas se estudie el meteórico ascenso de Ciudadanos y su no menos estrepitoso descalabro, sin duda se verterán múltiples y sesudas opiniones sobre las posibles causas que llevaron a un partido llamado a formar parte del Gobierno de España a la irrelevancia. Pero la cuestión es mucho más sencilla. El fracaso de Ciudadanos se debe a que en un tiempo récord ha asumido el peor vicio de la vieja política: colocar a los más cercanos o a los más sumisos, en lugar de a los más capaces.

En Cs Elche todo el mundo sabía quien terminaría siendo el portavoz del grupo municipal, ocupara o no la primera posición en la lista. Si no saben a quién me refiero, pregúntenle a David Caballero o a Eduardo García-Ontiveros, pues ellos, como John Proctor en la obra de Miller, han tenido que padecer ese «crisol».