El primer programa de coalición de gobierno, presentado por el PSOE y Unidas Podemos con el propósito de orientar su acuerdo de legislatura está siendo debatido estos días en el Congreso de los Diputados, requiere de una cierta contextualización para comprenderlo adecuadamente.

En España, la aparente «recuperación» se ha abierto paso a través de una mayor desigualdad, una profundización de las precariedades de todo tipo, así como un avance en las incertidumbres que determinan la vida de los trabajadores y sus familias. Todo ello ha aumentado un malestar social latente, alimentado por el convencimiento de que la crisis se resolvió injustamente con un enorme coste sobre las clases medias y los grupos más desfavorecidos en favor de los sectores económicos y financieros más acomodados. Además, existe un profundo descontento hacia unas instituciones y unos partidos políticos cada vez más alejados de las necesidades de la ciudadanía.

Por si fuera poco, la crisis territorial en Cataluña ha consumido esfuerzos y recursos muy valiosos en momentos en los que más se necesitaban para permitir que la sociedad pudiera dar respuesta a problemas estructurales enquistados que requieren urgentemente un profundo cambio (en el mercado de trabajo, en las pensiones, en la educación y formación, en el sistema de dependencia y servicios sociales, en la política migratoria, en el sector de la energía, en materia de vivienda, en violencia de género o en la mejora de los servicios públicos, por señalar algunos de ellos), y para posicionar a España ante algunos de los grandes desafíos mundiales que ya están ahí (el cambio climático, nuestra posición en Europa, la descarbonización y el paso a energías renovables, el avance hacia la economía digital, una reforma fiscal justa, la modernización de la justicia, un reposicionamiento en la resolución de algunos problemas globales o nuestro papel en África y América Latina, entre los más destacados).

Y todo ello ha sido el caldo de cultivo para alimentar importantes cambios políticos, de la mano de un progresivo distanciamiento de los votantes de izquierda hacia unos partidos a los que consideran cada vez más alejados de la defensa de sus intereses, junto al ascenso de una extrema derecha que vive del malestar, del descontento y el conflicto, nutriéndose del ascenso de un neofascismo global que conecta sus postulados ultraderechistas reaccionarios a nivel mundial.

Así las cosas, el « Nuevo acuerdo para España» presentado por la autodenominada «Coalición progresista» formada por el PSOE y Unidas Podemos, a modo de acuerdo programático para lo que todo apunta será el próximo gobierno de coalición entre ambas fuerzas políticas, trata de ser una declaración genérica de intenciones que anuncia el deseo de redención en una izquierda desencantada así como un intento de contención de una extrema derecha que, en sus distintas fórmulas electorales, se considera crecida para imponer su proyecto nacionalcatólicoconservador. Y para ello, rescatan algunas señas de identidad para la izquierda, como el aumento de impuestos a los ricos, la lucha contra la violencia de género, la derogación de la reforma laboral, dejar de privilegiar a la enseñanza de la religión o la subida del salario mínimo, tratando de impulsar una nueva vía de diálogo para reconducir el conflicto en Cataluña. Al mismo tiempo, se formulan un buen número de promesas imprecisas cuya materialización va a depender de dos factores esenciales, como son la marcha de las cuentas públicas y la evolución de la economía mundial.

Ahora bien, esta declaración de intenciones suscrita solemnemente entre el PSOE y Unidas Podemos tiene mucho más simbolismo del que recogen sus cincuenta páginas de compromisos, en la medida en que tratan de demostrar la capacidad de un gobierno conjunto del que será el primer ejecutivo de coalición en la historia democrática reciente de nuestro país, promovido, además, por una izquierda que si por algo se ha caracterizado es por su historial de rechazos y descalificaciones mutuas. Y al mismo tiempo, intenta también reconstruir la ilusión entre una izquierda sociológica tan maltratada como desanimada.

A juzgar por los furibundos ataques, insultos y descalificaciones que han recibido las dos formaciones firmantes del acuerdo por parte de la derecha política y mediática, incluyendo todo el vocabulario criminalizador encaminado a situarles como delincuentes que produce vergüenza ajena, la simple posibilidad de que finalmente haya gobierno en España y pueda salirse del callejón sin salida en el que permanecía instalado el país, les llena de rabia. Es muy esclarecedor que todos aquellos que presumen de manera impostada de su amor a España, que no paran de envolverse de la bandera patria y que se dedican a otorgar certificados de españolidad, sean los que no ocultan su tremendo disgusto por el hecho de que haya partidos que puedan sumar una mayoría política que ellos no tienen para formar gobierno y desbloquear una situación que tanto daño está haciendo al país.

Ahora bien, donde realmente se la juega el nuevo gobierno de coalición de izquierdas, además de en su capacidad para reconducir por vías democráticas el conflicto catalán, será en dos cuestiones clave: reducir de manera palpable los acusados procesos de desigualdad que se han agrandado en España durante la década de ajustes y recortes, así como revertir muchos de los privilegios que poderosos sectores económicos e institucionales disfrutan de manera claramente discriminatoria. Ahí es donde la izquierda realmente se juega sus posibilidades de rearmar una mayoría social. Veremos.