Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Javier Llopis

Con el agua al cuello

Javier Llopis

La puñetera rentabilidad

De repente, políticos de todos los colores han descubierto que existe la España vacía. Es un hallazgo poético, que ha hecho fortuna entre nuestra clase dirigente y que les permite a nuestros prohombres construir hermosos discursos, anunciando todo tipo de soluciones mágicas para unas zonas rurales que acumulan décadas de abandono institucional y de deterioro económico. De repente, alguien ha reconocido la inmensa injusticia con la que esta sociedad ha castigado a los pueblos pequeños, colocándolos fuera del mapa de la modernidad y empujándolos hacia el precipicio de la desaparición. Nadie parece responsabilizarse de la existencia del problema y observando las melifluas crónicas que dedican las teles al asunto, uno acaba llegando a la conclusión de que esta grave crisis social se ha visto generada por alguna maldición bíblica o por alguna terrible catástrofe natural.

No hace falta darle muchas vueltas al asunto, la existencia de la España vacía es la consecuencia previsible de la aplicación a las políticas de desarrollo del territorio de un concepto clásico de la economía capitalista: la rentabilidad. Reparar una carretera que va a un pueblo de 150 habitantes es igual de caro que arreglar una carretera que nos conduce a una ciudad de 60.000 vecinos y para la mayor parte de los gobernantes la elección está muy clara: el dinero se destina al lugar en el que habrá más gente beneficiada y en el que se obtendrán réditos electorales más sustanciosos. La desafortunada mezcla entre la gestión pública y los criterios economicistas ha tenido unos resultados nefastos. La triste imagen de esas pequeñas comunidades agonizantes es una muestra palpable de que un país no se puede gobernar como una empresa.

Vivimos en un mundo extraño, en el que los transportes públicos emplean más tiempo en viajar entre Alfafara y Alicante, que entre la capital de la provincia y Madrid. En los rincones más olvidados de El Comtat, hay alcaldes que llevan a los vecinos al médico en sus coches particulares ante la inexistencia de servicios médicos permanentes. Muchos ancianos de estos núcleos rurales han de esperar cada fin de semana a sus hijos, que viven desde hace años en la ciudad, para recibir una provisión de dinero, ya que el cajero automático ha echado el cierre. Los escasos niños supervivientes de estas comunidades en acuciante crisis demográfica se levantan casi de madrugada para subirse a un autobús y recorrer los kilómetros de carreteras serpenteantes que los separan de la escuela. Cualquier fenómeno meteorológico de cierta envergadura -ya sean nevadas o lluvias torrenciales- deja un rastro de destrucción que tarda meses en repararse y que impide el desarrollo normal de la escasísima actividad agraria de la zona. El cine, el teatro, las exposiciones y cualquier cosa que se parezca a la actividad cultural son un material vetado, ante la imposibilidad de que las minúsculas economías de sus ayuntamientos puedan hacer frente a estos gastos «suntuarios».

La aplicación sistemática de los criterios de rentabilidad económica ha creado en nuestra geografía unas inmensas zonas de exclusión, de las que poco a poco han ido desapareciendo hasta los últimos restos de los servicios públicos. Los habitantes de estos territorios maltratados se veían situados ante una durísima elección: resignarse a seguir viviendo como ciudadanos de segunda o abandonar un lugar en el que se complica su desarrollo personal y el de sus hijos. Al final, se ha impuesto la lógica más cruel y miles de personas han abandonado los pueblos en los últimos años, en una fuga masiva y traumática que ha dibujado el mapa de un país descompensado e injusto.

La inoperancia absoluta de todas las instituciones nos ha llevado a esta compleja situación. Las mismas administraciones que cerraban escuelas porque tenían pocos niños, se gastaban millonadas en costosos planes de desarrollo rural, que no tenían ningún efecto positivo sobre el terreno. Décadas de chapuzas y de soluciones mágicas fracasadas nos dejan una convicción clara: la única forma de acabar con la España vacía pasa por olvidarse de la puñetera rentabilidad y por invertir todo el dinero público que sea necesario para atender las necesidades más básicas de estas comunidades olvidadas. El resto es literatura barata.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats