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Daniel Capó

Cruzar la línea

Recuerdo bien la línea que cruzó el milenio. Aquel día, nuestra mayor preocupación era una avería informática, un «efecto 2000» de aristas apocalípticas. Las empresas parece que se lo tomaron en serio y, ya fuese por su esfuerzo o porque no había motivo para el miedo, lo cierto es que no sucedió nada. El euro anunciaba el renacimiento de una Europa que se soñaba unida y poderosa bajo el paraguas de la superioridad ética del Occidente liberal. Las bolsas tocaban máximos animadas por las «puntocom». Un mundo nuevo parecía a punto de nacer y no era el profetizado por los mayas. Los historiadores, siempre obsesionados con las fechas singulares, tienden a afirmar que el siglo XX terminó en 1989 con la caída del muro de Berlín y que el siglo XXI se inició un 9 de septiembre de 2001 con el atentado de las Torres Gemelas. Si les hacemos caso, el cambio de milenio cayó en una tierra de nadie, un tiempo vacío, aunque infantilmente optimista. Sea o no cierto, el 1 de enero del 2000 no intuíamos en absoluto lo que iba a acontecer a lo largo de las dos siguientes décadas. No podíamos sospechar que Huntington tuviera razón -con su «guerra de las civilizaciones»- y que Fukuyama estuviese errado. No percibíamos la fragilidad de las democracias liberales, ni los efectos perversos de la globalización, ni el retorno de los populismos, ni la extraordinaria debilidad del sistema financiero -como descubriríamos en 2008 con el estallido de las subprime-. Aquel año arrancó un experimento monetario para hacer frente a la mayor crisis económica desde 1929. El experimento sigue vigente hoy.

Esta última década ha visto la irrupción masiva de ideologías de corte radical, a la vez que el nacionalismo catalán ha puesto en duda los límites del Estado. Si en estos años tuviéramos que señalar dos movimientos de fondo, habría que constatar en primer lugar cómo ha perdido prestigio la democracia representativa a favor de lo que podríamos denominar «democracia plebiscitaria». El derecho a decidir no constituye ya el sofisticado artefacto que surgió en la posguerra tras la experiencia nefasta de los totalitarismos, sino la radicalización del voto popular en su sentido más desnudo, que es también el más reduccionista. Por supuesto, una vez más, desconocemos cuál será el recorrido de esta dinámica y adónde nos conducirá. La experiencia histórica, sin embargo, nos indica que a nada bueno. La segunda de las grandes tendencias de fondo es la consolidación de una preocupante fractura social que no coincide exactamente con las fronteras del paro. Si la crisis del 29 se tradujo en un desempleo masivo, el crack del 2008 ha supuesto una recuperación económica larga y sostenida pero cicatera respecto al trabajo de calidad. Con familias cada vez más empobrecidas, el oscurecimiento de la esperanza ha disparado el voto a opciones anteriormente marginales y ha acelerado el malestar en las sociedades. Hay motivos para ello, aunque las soluciones no nos convenzan. La falta de confianza en nosotros mismos constituye el síntoma más inquietante del tiempo presente.

La disolución social prosigue bajo la aparente protección de las identidades, que corren el riesgo de sectarizarse si no asumen su pluralidad interna. Nada dura eternamente, ni siquiera las malas épocas. En este sentido, debemos confiar en que la próxima década sea mejor, más constructiva, más optimista, menos divisiva. Los motivos para la esperanza siempre existen, porque dependen de nuestra actitud. Conviene recordarlo cuando el signo de los tiempos nos invita a una fácil melancolía.

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