Como usted sabe, a San Ildefonso, arzobispo toledano, nacido en el 607 y autor de De virginitate Sanctae Mariae contra tres infideles, se le apareció la Virgen y le regaló una casulla; es más, se la impuso Ella misma, según diversos testigos presenciales, declarándole su capellán particular. San Ildefonso era bueno, pero nadie duda de que desde ese día fue muy bueno, excelente. Es lo que tiene que se te aparezca la Virgen. Mismamente un obispo anglicano que fue capellán de la Reina acaba de pasarse al catolicismo declarando que ha influido mucho en ello haber visto un documental sobre unas apariciones marianas que, según creo, la Iglesia Católica no reconoce como auténticas. Andan mirando si le conservan la antigüedad como obispo, lo que no está claro, porque las ordenaciones anglicanas, para el Vaticano, son válidas pero ilícitas, signifique ello lo que signifique. De todas maneras, al converso también le ha impresionado que el catolicismo sea un valladar contra la «cultura marxista» que se expande. Él creía que tras la caída del Muro había fallecido el fantasma que recorría Europa, pero no. Me cae bien este señor: por fin un optimista. Si al final llega el comunismo será de milagro, por pura santidad, pero tampoco nos vamos a meter en detalles, tal y como está la izquierda. Qué pensará San Ildefonso de todo esto está por ver. Quizá considere usted que me he perdido. Mas no. Todo esto viene a cuento de que hoy, los niños y niñas de San Ildefonso estarán cantando los premios de la lotería. Podía haber comenzado así, pero reconocerá que unir una Virgen que regala casullas y la batallita del obispo exanglicano que ha obrado su peculiar brexit, era demasiado sugestivo como para dejarlo pasar en vísperas de nuestras amadas fiestas. Yo es que me resisto a todo menos a una tentación.

Probablemente a usted, a estas horas, ya le ha tocado el Gordo o, quizá, otro premio sustancioso. Ya es rico. En tal caso le recomiendo que no siga leyendo esto porque no le va a llevar a ningún sitio. La lectura, cada vez más, es remedio para pobres, fugaz consuelo de ruinas. Durante mucho tiempo sospeché que la lotería no le tocaba a nadie: los presuntos agraciados eran contratados por el Ministerio de Hacienda para que, por un modesto estipendio libre de impuestos, fingieran alegría e hicieran el ganso brindando con El Gaitero en el telediario. Ahora tengo dudas. Son tantas las teorías conspirativas que imaginar a los de Hacienda tejiendo anualmente este Expediente X se me hace demasiado sencillo, incluso con la ayuda de San Ildefonso. Hasta en esto me he vuelto escéptico. Espero que no acabe por convertirme al anglicanismo. Raro sería, pero he visto cosas en los últimos años que me han hecho un descreído de la verdad. Al fin y al cabo, posverdad a posverdad lo que se socava es la realidad. Pero como no puede haber mundo sin realidad a la que mentir, la mentira construye cada día otra realidad. Eso va a ser la realidad aumentada: una mentira crecidita. La lotería, pues, no sería sino la metáfora de nuestro destino. Y las apariciones marianas y las memorias de Mariano. ¿Lo ve usted? Todo acaba por ensamblar: la comunión de los santos en postmodernidad rabiosa.

Si ha llegado hasta aquí deduzco que no le ha tocado la lotería. A veces los dígitos que cada uno lleva se retrasan: paciencia, hay que tener fe en la economía digital. Pero lo mismo es que no hay nada que hacer. No se consuele diciendo: «el año que viene será». Porque casi seguro que no será. Mejor hágase el ánimo. Compre lotería por solidaridad con la Asociación de Censores y Censoras por el Bien Común, con la Agrupación de Veganos y Veganas contra la Evolución, con el Club de Imbéciles Anónimos y Anónimas, con la Entidad de Interés Público «Pólvora contra Monumentos», o, en fin, con la Coordinadora en Favor de Hombres, Toros, Españoles, Urogallos y Otros Animales Machos. Pero eso no conmoverá a los niños y niñas de San Ildefonso. Incluso en las peores épocas de la corrupción fueron íntegros, ecuánimes y transparentes. La conclusión es molesta: es posible imaginar un ámbito de la Administración en el que puede haber premio sin cohecho e, incluso, con gran simplificación administrativa. Puedo imaginar a unos cuantos propietarios de equipos de fútbol gestionando la lotería nacional y adivinando los ganadores. Me los puedo imaginar hasta con una casulla regalada por el Ministerio de Hacienda. Si Camps, en vez de pantalones hubiera trajinado con casullas otro gallo nos hubiera cantado. Lo de la visita del Papa no cuenta. Pero la infancia de San Ildefonso, bola a bola, se ha tejido una leyenda a lo Elliot Ness. ¡Bravo por ella!

O sea, que aún queda algo que no ha sido privatizado. La lotería es la alegoría de la compensación. Por eso se vende tanto en las puertas de los hospitales. Seguimos creyendo en una Fortuna abstracta, niveladora, omnisciente y benévola. Maquiavelo siempre aludía que a la Fortuna había que domarla con Virtud y valor. Pero nosotros nos hemos quedado a medias. Comprar lotería es una forma castiza e hispana de emprendedurismo. Porque tenemos una absurda visión meritocrática de la justicia: para que toque conviene estar enfermo, operado de hernia inguinal o con una muela partida. Entonces la vida se te puede igualar: ese pellizco que traen voces inocentes retribuye que hayas padecido en silencio, es alivio para «tapar agujeros», para repartir a los nietos, para comprarte una lavadora nueva. La filosofía del Estado social no acaba de arraigar aquí. A nadie se le ocurre comprar lotería para ayudar a levantar hospitales en los que poder vender lotería. Somos más de Estado pastoral. Es más fácil imaginar a la Virgen poniendo una casulla a un santo que a los poderes públicos, vía Hacienda, equilibrando de verdad las vidas. Cansado estoy de repetir que necesitamos más antropólogos y menos politólogos. Y más premios. Menos mal que es Navidad. Yo, por si acaso, me iré unos días a Toledo. Ya les cuento.