El próximo lunes, 23 de diciembre, Victorio Oliver, obispo emérito de Orihuela-Alicante, cumple 90 años. Los catorce transcurridos desde que le fuese admitida la renuncia por edad los ha pasado en Lima y luego en Zaragoza, antes de regresar a la ciudad de Alicante, que se convierte así en la referencia geográfica más destacada de su larga e itinerante biografía.

Nació, hijo de padre herrero, en una aldea turolense. Desde los nueve años residió con su familia en la capital de la provincia, en donde era rector del seminario su tío Antonio. Auspiciado por este último cursó Filosofía y Teología en Comillas y, una vez ordenado sacerdote, Sagrada Escritura en Roma. Los primeros años de su ministerio transcurrieron en Teruel, por donde se desplazaba a bordo de una Lambretta, como buen aficionado a las motos que era. Ejerció, entre otras responsabilidades, como vicerrector del seminario que había dirigido su tío. Y en esa época disfrutó mucho las vacaciones de verano sirviendo a la emigración española en Alemania.

La mitra le llegó joven, en 1972, cuando el díscolo arzobispo burrianense de Madrid, Tarancón, le confió, como obispo auxiliar, la conflictiva vicaría territorial de Carabanchel y las no menos delicadas vicarías pastorales de mundo obrero y apostolado seglar. Al cabo de unos años, sin embargo, le llegaron destinos más plácidos como obispo de Tarazona y luego de Albacete, antes de asumir finalmente el reto alicantino durante casi diez años.

Por las vicisitudes de su episcopado inicial en Madrid -con las inevitables tensiones con las autoridades de la época que suponían los encarcelamientos de sacerdotes por homilías consideradas subversivas -, llegó a Orihuela-Alicante con una cierta fama de obispo «rojo». Este injustificado sambenito se confirmó, a los ojos de ciertas autoridades, levantinas ahora, que reclamaron infructuosamente para la Universidad Miguel Hernández la condición de heredera del Colegio diocesano Santo Domingo de Orihuela, fundado en 1569. Su negativa obedeció exclusivamente al compromiso previo con la Universidad de Alicante: «Las promesas están para cumplirse» fue su argumento ante las presiones no siempre agradables de que fue objeto en tal ocasión.

Don Victorio Oliver fue obispo durante 33 años, asumiendo con docilidad un rol que prima facie casaba mal con dos características centrales de su personalidad: el amor al silencio y la nula predisposición para mandar. Tal vez, sin embargo, en estos rasgos suyos se encuentre una buena parte de la explicación del sincero aprecio y profundo afecto que se granjeó entre sus sacerdotes el obispo que gusta de firmar sus cartas como «tu amigo» o «tu hermano». Ello aparte del gran conocimiento e interiorización del Evangelio de quien eligió como lema episcopal «En el nombre del Señor».

Quienes le han tratado de cerca destacan en él su serenidad, su discreción, la sonrisa permanente con que obsequia a sus interlocutores y que no se queja nunca de nada (probablemente ni siquiera de este artículo). Cuando en 2012 Alicante le dedicó una calle en el barrio de La Goteta, aludió en los agradecimientos a su deseo de que su vida tuviese el mismo significado que el de las calles: lugares sin dueño con los que pueden contar hasta quienes no tienen nada.

Victorio Oliver vive ahora la muy anhelada «etapa Nazaret» de su vida, la del silencio, la cual comenzó en un suburbio limeño una vez que cedió el testigo de la diócesis. Ahora los titulares con su apellido son para otra Oliver -alicantina esta no de adopción, sino de nacimiento-, su sobrina Nuria Oliver, una de las principales autoridades del mundo en el campo de la inteligencia artificial.