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Pedro Rojas

La mirada perdida

Pedro Rojas

Muertos... o algo peor

Alrededor de la nada solo hay eso: nada. No busquen ni pierdan tiempo. Por más empeño que se ponga, el resultado no cambiará. Construir sobre barro es imposible. Al cabo de los días, cualquier cosa que levantes se vendrá abajo. Igual no el primer mes, el primer año, pero no se engañen, caerá; y cuando lo haga, será con estrépito porque en los proyectos fantasma todo es bruma, una ponzoñosa y aviesa que se vuelve irrespirable a medida que se agota el crédito. El Hércules, tal y como lo entienden los dos apellidos que lo dominan, está en caída libre. Es la consecuencia inevitable de lo que se decide de forma aleatoria en una oficina de Alfonso El Sabio, o en el despacho sin ventilar de un concesionario, o de un centro comercial, o dentro de un Ferrari derritiendo asfalto...

Por culpa de esas decisiones -en su mayoría contradictorias, autoinmunes, condenatorias- el futuro de un club casi centenario está hipotecado, su presente en entredicho y su pasado contra las cuerdas. Con el desastre por turnos no se va a ninguna parte; o quizá, sí: a la extinción. Y cómo será de grave la coyuntura, que una buena parte de la masa social ve en ello la mejor solución. Parece tan rotundo el despropósito -y tan continuado-, que lo inteligente es llegar a la conclusión de que si una vez salió algo bien fue por casualidad. El modelo se ha demostrado caduco, ineficaz, irresponsable, caótico. Pero da igual. No se marchan. Para que algo así ocurra hace falta dinero. ¿Cuánto?, se preguntarán.

Enrique Ortiz lo dejó claro hace años. Lo hizo en pleno tsunami deportivo generado por otro de sus desmanes cíclicos. «Que cada alicantino me dé mil euritos». Lo dijo sin titubear. Lo dijo en serio. Lo dijo antes de añadir una de esas frases que cuesta olvidar: «Dile a tu jefe que me llame», e inmediatamente después, colgar. Si ahora están haciendo cuentas... sí, la cifra marea. Mareaba con el censo de aquel momento, así que figúrense con el de ahora. Nada. Lo dicho. No se irán nunca. El Hércules es suyo y jamás lo disimulan.

Por eso los que se acaban marchando son ustedes. No les dejan otra opción. Se van de un estadio de titularidad pública, pagado con sus impuestos y sostenido con el favor municipal (de todos los signos políticos) porque es el modo más efectivo de protestar contra una gestión demoledora... para mal. Y eso es muy injusto. A nadie le deberían echar de su propia casa. Han logrado que a un partido de Copa del Rey -al que los socios entraban gratis porque no se habían vendido ni cien entradas- acudieran, siendo muy generosos, 1.500 personas. El aforo es de treinta mil.

Fueron a sumar, a empujar al equipo, a tratar de levantarlo tras el 0-1 (encajado a balón parado con los once blanquiazules amontonados en el área), a demostrar que rendirse no es una opción válida. Pero apenas hay hueco para la poesía. La semilla del pánico ha brotado porque la han abonado a conciencia. La fractura ha llegado al punto de no retorno y el abismo que asoma se parece mucho a la Tercera División. A ellos les irá bien, se lo garantizo, seguirán fumando ufanos, hallarán el modo de que les salgan las cuentas en una categoría o en otra porque para ellos la burocracia financiera no tiene secretos.

Pero para ustedes será un trago amargo, una calentura, un mazazo, otro más, la enésima vergüenza. Están agotados, hastiados, hasta los mismísimos... Están asustados y no les culpo. Cuando estar muerto no es lo peor, todo tiene muy mal arreglo.

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