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Joaquín Rábago

Notas de viaje

Un par de días en la Ciudad Condal, en viaje de regreso a Berlín. Hacía tiempo que no la visitaba. Nada que ver con las imágenes de violencia callera que habíamos visto semanas antes en la pequeña pantalla.

Una ciudad, Barcelona, orgullosa de su importante legado monumental, con esos tranvías que uno siempre he asociado a las ciudades más progresistas, a Ámsterdam o Copenhague, por ejemplo.

Pero también con las mismas franquicias que en todas partes, con gente durmiendo en la calle. Con grupos de turistas haciéndose selfies ante La Pedrera o en el parque Güell. Y camareros en las terrazas que atienden al cliente en castellano aunque con sus suaves acentos latinoamericanos.

Esperaba, por otro lado, más banderas en los balcones, más senyeras y esteladas, más pintadas reclamando la república catalana y la libertad de los "presos políticos". Pero todo eso iba a verlo más adelante, en los pueblecitos de Girona, camino de la frontera.

Barcelona, al menos en sus barrios burgueses, sigue siendo cosmopolita. Y siempre rompedora en el diseño, comparable al de la elegante Milán. Me gustó por cierto el belén entre conceptual y dnesestructurado de la plaza de Sant Jaume, que tanto escandalizó a algunos..

¡Qué tranquilidad poder pasar un par de horas más tarde la frontera con Francia sin apenas darnos cuenta, sin policías o guardias civiles registrándolo todo como en aquellos años siniestros por los que algunos parecen todavía sentir nostalgia, a juzgar por lo que votan!

Al llegar a la Junquera, recordé aquella ocasión, todavía en pleno franquismo, cuando, de regreso de un viaje de estudiante por Europa, un guardia civil encontró en mi maleta un libro de Kandinksy y comenzó a hojearlo, tal vez pensando que se trataba de algún peligroso revolucionario.

Francia está de nuevo estos días en pie de guerra por la reforma de las pensiones que proyecta el presidente Emmanuel Macron. Quiere su Gobierno subir de 62 a 64 años la edad efectiva de jubilación de los franceses y que compute además toda la vida laboral en lugar de sólo los mejores años.

En la radio del coche escuchamos al primer ministro, Édouard Philippe, explicar el sentido de la reforma: habla de sustituir los cuarenta y tantos regímenes especiales actuales por un sistema universal por puntos, según las horas trabajadas. Y eso mientras aumenta allí, como en todas partes, la precariedad laboral.

Habla también Philippe de una pensión mínima de 1.000 euros. Pero sus palabras no convencen a los ferroviarios, ni a los maestros, al personal sanitario, ni tampoco a la policía, que temen perder sus derechos adquiridos y anuncian nuevas huelgas y movilizaciones aunque tengan que llegar con ellas a las Navidades.

Cuenta un diario - l´Humanité- que entre quienes aspiran a beneficiarse de la reforma de las pensiones está BlackRock, el mayor gestor de activos del mundo: los fondos que maneja casi triplican el PIB de Francia.

Este gigante estadounidense de las finanzas tiene por cierto entre sus directivos europeos al alemán Friedrich Merz, que compitió con Annegret Kramp-Karrenbauer por la presidencia de la Unión Cristianodemócrata alemana y que no ha renunciado a sus ambiciones políticas.

La izquierda denuncia también que el "alto comisionado para las pensiones", Jean-Paul Delevoye, calló su proximidad a las aseguradoras al ser nombrado para ese puesto, lo cual contribuye a aumentar las sospechas sobre lo que se prepara en Francia.

Las protestas sindicales nos pillan cerca de Lyon. La autopista por la que circulamos está cortada por los manifestantes e intentamos avanzar por las carreteras secundarias, que permiten además conocer mejor el país por el que uno viaja, pero esas están también atascadas por el tráfico.

Decidimos pasar la noche en el hotel de un pueblecito que resulta ser el de Ferdinand Cheval, más conocido como le facteur Cheval, un modesto cartero que invirtió treinta años de su vida en construir con sus simples manos un Palacio Ideal, auténtico monumento "naif", admirado en su día por los surrealistas y declarado patrimonio cultural por André Malraux.

Al día siguiente, tras discurrir durante horas por distintas carreteras regionales, entre ellas las del departamento de Doubs, con esos magníficos paisajes de rocas y desfiladeros que inspiraron al gran Gustave Courbet, llegamos por fin a Alemania, y damos un respiro.

Respiro prematuro: las autopistas alemanas, en las que no suele haber límite de velocidad, están también atascadas, esta vez no por culpa de los manifestantes, sino por esas columnas interminables de camiones que cruzan Europa de punta a punta. ¿Para cuándo se transportará toda esa carga por ferrocarril?

Parece una broma, a la vista de ese espectáculo, escuchar las noticias que llegan de Madrid sobre la cumbre del clima y las nuevas promesas de los políticos, que todos sabemos nadie cumplirá porque hay poderosos intereses de por medio.

Cuando, tras horas de viaje, alcanzamos por fin nuestro destino, escuchamos por la radio del coche la noticia del triunfo aplastante de los tories del Brexit en las elecciones del Reino Unido.

Triunfo, éste, logrado a base de mentiras sobre la recuperación de una supuesta soberanía, de falsas promesas en torno al sistema de salud británico, y una campaña mediática de difamación del líder laborista, acusaciones de antisemitismo incluidas.

Las multinacionales farmacéuticas y los seguros médicos privados norteamericanos- y con ellos el ocupante de la Casa Blanca- están ya con seguridad frotándose las manos.

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