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Luminoso enajenamiento

Hace muy poco, en una fría noche de lluvia y viento, vi a un hombre tomando una foto con el móvil, en la calle. Era un hombre solitario que estaba cenando en un bar de mala muerte. Un tipo calvo, mustio, avejentado, que parecía tener muy pocos motivos para sentirse en paz con la vida. Probablemente, nadie le esperaba en casa. Probablemente, no tenía muchos sitios adonde ir. Probablemente, la vida no lo había tratado como él confiaba en que iba a tratarle cuando era más joven. Pero en un momento dado, el hombre se levantó de su sitio, salió a la calle y tomó una foto. ¿De qué? De una campana luminosa que formaba parte de la decoración navideña. Era una campana que centelleaba solitaria en un desolado trecho de avenida, entre semáforos en ámbar (la tormenta había estropeado los semáforos) y un trecho desierto de carril bici. Un destello luminoso en medio de la oscuridad.

En un poema que escribió en 1954, cuando apenas existía la decoración navideña en las grandes ciudades - El cultivo de los árboles de Navidad-, T.S. Eliot decía que había muchas actitudes con respecto a la Navidad: «la social, la indolente, la abiertamente comercial,/ la juerguista (los pubs están abiertos hasta medianoche),/ y la pueril, que no es la del niño/ para quien la vela es una estrella». Cuando vi a aquel hombre solitario haciendo la foto de la campana navideña, me pregunté a qué actitud en concreto correspondía su decisión de interrumpir la cena, salir a la calle y enfocar una campana perdida en medio de una avenida desierta. Sin duda no era una actitud de celebración social, ya que no parecía haber un tipo más solitario que él. Tampoco parecía una actitud indolente, ni mucho menos juerguista ni bulliciosa, ni en absoluto comercial, ya que no había un sitio más triste que aquel bar ni que aquel tramo de avenida con los semáforos estropeados. La actitud de aquel hombre tampoco parecía relacionada con un sentimiento de asombro infantil, dado que el asombro y el gozo de un niño eran sentimientos que ya no tenían ningún sentido para él. Pero entonces, ¿qué había impulsado a aquel hombre a interrumpir su triste cena, levantarse de su sitio, salir a la calle, bajo la lluvia, y tomar aquella foto?

La respuesta, quizá, estaba en el mismo poema de T.S. Eliot. El poeta lo escribió al final de su vida, cuando tenía 65 años, para una serie de felicitaciones navideñas de su editorial -Faber & Faber- que llevaba el nombre de los Poemas de Ariel. Aquel poema, además, fue uno de los últimos poemas que escribió. Y para Eliot, el recuerdo de la Navidad -que describía con las palabras «luminoso enajenamiento»- servía para enfrentarse a las experiencias que nos esperaban al final de la vida, «en la fastidiosa rutina, la fatiga, el tedio,/ el conocimiento de la muerte, la conciencia del fracaso». En cierta forma, venía a decir Eliot, esos recuerdos pasajeros -el ángel, el pavo, la vela, el árbol de navidad, una campana solitaria- estaban aquí para acompañarnos en los momentos inevitables en que teníamos que enfrentarnos a la última verdad de la vida: al conocimiento de la muerte y a la conciencia del fracaso, ese conocimiento terrible que ya rondaba -y de qué manera- a T.S. Eliot cuando escribió su poema navideño, El cultivo de los árboles de Navidad, aquel poema que fue uno de sus últimos poemas importantes, o quizá el último de todos.

Si los recuerdos de la Navidad estaban aquí para ayudarnos a enfrentarnos a los momentos inevitables de la vida -la conciencia del fracaso, la fastidiosa rutina del tedio, la proximidad de la muerte-, allí había una clave para explicar por qué aquel hombre había salido a la calle, bajo la lluvia y el viento, y se había puesto a fotografiar una solitaria campana de colores que formaban parte de los adornos navideños. Al hacerlo, aquel hombre que cenaba solo -y que probablemente vivía solo- no hacía nada más que atrapar una brizna del «luminoso enajenamiento» de la Navidad para combatir la conciencia del fracaso que llenaba su alma. Y Eliot usaba la palabra «enajenamiento», claro está, en el doble sentido de la palabra: como locura y como engaño.

Si la iluminación navideña se ha convertido en una obsesión de los políticos y de los grandes intereses comerciales, es porque ese «luminoso enajenamiento» que inunda nuestras calles durante la Navidad nos hace creer a salvo de la rutina y del fracaso y del temor. Caminando deslumbrados bajo los árboles de Navidad resplandecientes, olvidamos -o creemos olvidar- el «conocimiento de la muerte y la conciencia del fracaso», tal como decía T.S. Eliot. Al contrario: nos sentimos poderosos, nos sentimos invulnerables. Nos sentimos, una vez más, niños que contemplan el milagro de la luz derrotando a la oscuridad.

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