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Pedro Rojas

Desastre por turnos

Ha vuelto a ocurrir. Lo ha hecho como todas las veces. Partiendo del caos, sin mirar a los ojos. Ha vuelto a suceder lo mismo porque el despropósito siempre baila haciendo círculos. No atiende a razones, no escucha, no se justifica, no da explicaciones. Dos décadas de práctica dan para mucho, así que ya lo hace sin complejos, sin vergüenza, sin titubeos. Si el que cae es otro, pues adelante. Lo cambia todo para que nada cambie. Es su forma de entender el mundo, de gestionar el club, de perpetuarse en una posición siempre dominante, imperativa, aniquilante. Nunca pierde. No lo contempla. Por no perder, no pierde ni dinero, siempre le sobrará con el que ya tiene. Esta vez le ha tocado a su yerno, inmolado por segunda vez en menos de un lustro. Lo ha hecho por un bien superior: el de quien sostiene a la familia. Pero Portillo no será ni el primero ni el último, la lista de subalternos caídos en acto de servicio es incontable. Deciden las cosas sin calibrar las consecuencias, por revanchismo. Ahora entra Juan Carlos Ramírez a codazos y lo hace borrando cualquier vestigio pasado, blandiendo su poder invisible, subrayando al máximo la inoperancia del secretario técnico.

Para certificarlo ficha a Vicente Mir. Así finiquita un modelo, una idea de juego, así desea demostrar que todos estaban equivocados menos él, así quiere susurrarle al oído a Javier: mira lo que hago yo con tus últimos años de vida. No había otro entrenador más antagónico a la filosofía de fútbol del exdirector deportivo... ni más amigo del empresario. Alguien agradecido que no cuestione su ordeno y mando por si la cosa se tuerce aún más. Veinte años después, estamos donde estábamos... o peor, ahora bajo el capricho del señor que pone una mano en el fuego por alguien mientras con la otra le corta el cuello. Hagan memoria y como mínimo les salen tres.

El nuevo entrenador ha estrenado sus recobrados galones alabando a la plantilla heredada, poniéndola por las nubes, aplaudiendo en público -imagino que de modo inconsciente- el trabajo de una secretaría técnica desmantelada a gritos. También ha desacreditado -en un ejercicio de sospechoso gusto- la tarea apresurada de su predecesor y saldado cuentas pendientes con sus críticos. Nada que objetar, todo muy humano, muy soberbio, muy oportuno, muy descorazonador...

Enrique Ortiz ha convertido una entidad centenaria, el símbolo para buena parte de la ciudad de una forma de sentir, en un remedo, en un embrollo tóxico, en un pelele a merced de sus propios palos de ciego, en el maldito juego de las sillas, ese en el que da igual quién gane cuando pare la música porque siempre pierde el mismo: el Hércules.

Arde la enésima oportunidad de reconstruir con criterio deportivo, de sanear la historia de un club que ya no se reconoce en ella, que sobrevive a duras penas. Se ha malogrado la ocasión de inocular cordura a tanto desmán, a tanta impostura, tanta vanidad, tanta testosterona enrollada en hojas de tabaco. La herida abierta, que es mortal, no se cierra prohibiendo pancartas que expresan el sentir de mucha gente, tampoco poniendo al frente de la fortaleza a alguien que hoy defiende esta y mañana cualquier otra, ni siquiera sirviendo en bandeja la cabeza de tu «hijo». La herida cicatrizará cuando se deje de escribir que otro Hércules es posible y sea una realidad.

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