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Defensa de la monarquía

Es indiscutible: la monarquía es un régimen político imposible de defender. No hay por dónde cogerlo. Que la jefatura de un Estado político se transmita mediante el coito es de un atavismo cavernícola difícilmente asumible. Es un residuo de otra época en la que tuvo su apogeo, como nuestro coxis es un vestigio de las vigorosas y funcionales colas de nuestros antepasados primates. Pero hoy en Europa, la monarquía es un régimen político coccígeo, que sólo puede argumentar en su defensa que ya ha quedado vaciado de toda su esencia, no supone en la práctica el ejercicio de poder alguno, y es sólo un survival meramente decorativo e inofensivo. Dejadnos seguir viviendo con un lujo obsceno, qué más os da, ¿no veis que hacemos muchas obras de caridad, presidimos patronatos culturales y damos estabilidad institucional a los Estados? Y, en efecto, ahí siguen las monarquías de Bélgica, España, Reino Unido, Suecia o Dinamarca, entre otras. En estos países no se vive ni mejor ni peor que en las repúblicas de Francia, Eslovenia, Bulgaria, Alemania o Portugal, pero su régimen político es simplemente absurdo. No hay familia real que pueda servir de ejemplo de nada edificante. No hay casa real que no tenga complicidades con genocidios en el armario. No hay corona que merezca la pena. O quizá sí haya una: "The Crown". Quizá todos los argumentos presentados en los dos párrafos anteriores se desinflen ante la prodigiosa, apabullantemente redonda, sólida como las redes de Bravais, elegante como las secciones de viento de las canciones de Van Morrison, serie de Netflix, que nos entrega estos días su tercera temporada. Sé que es sólo un paroxismo para hilar la columna de hoy, pero es tal la gozada cinematográfica, la actuación de Olivia Colman, ese nivel shakespeariano de los guiones -¿se me está yendo la olla? I don't think so- que supone cada capítulo que quizá, al final, la monarquía haya merecido la pena, aunque sólo sea por su contribución a la narrativa en los tiempos de la república.

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