Por el amor, la república, los presos, el planeta, Teruel, las Trece Rosas, la igualdad. No voy a llegar tan lejos como Pérez-Reverte en la definición de nuestros diputados, pero tampoco me resisto a quedar muy rezagado respecto del escritor y académico. Porque los juramentos de los diputados expresan bien la calidad intelectual de los nominados, su afán de protagonismo, su falta de respeto al lugar que ocupan y, en fin, la empanada mental en la que viven entre tanta apelación a lo más variopinto. De todo se vio, menos de trabajar todos los días de sol a sol cada uno con sus fuerzas y saberes.

El Congreso no es un circo al cual acudir para montar un numerito rozando el esperpento. No es ese el lugar adecuado aunque muchos así lo crean y gocen de su minuto de gloria, seguramente el único en cuatro años, si dura la legislatura, pues a partir de hoy se limitarán a votar con el riesgo siempre añadido de equivocarse al darle al botón. Una tarea complicada para algunos juramentados.

Jurar por el amor en el mundo o por el clima para burlar su desacato a la legalidad constitucional es ocasión para algunos de justificar su presencia en las Cámaras. Pero, ni es el momento, ni nadie lo exige, ni se trata de jurar, sino de trabajar. No van al Congreso a reivindicar. Son ellos los obligados a hacer y los demás los que tenemos derecho a exigirles. Eso de ser diputado para manifestarse es tan equivocado como las pancartas contra la violencia de género y otras que ponen en subdelegaciones del Gobierno que, más que pedir a los delincuentes que sean buenos, tienen que perseguirlos y más que exhibir sus propósitos, han de ponerlos en práctica. Me molesta tanta reivindicación cuando son ellos, los que piden, los obligados a dar. La pancarta es justificación de la ineficacia, sustitución de la omisión del deber por el postureo inútil. Un político, cuando accede a un cargo, deja de ser activista, para convertirse en sujeto al que hemos de exigir que deje de lamentarse y se ponga manos a la obra, que deje de jurar en arameo, de manifestarse, de ponerse camisetas y de llorar por los rincones y que trabaje para hacer real aquello para lo que se le ha votado. El sueldo se le paga para hacer, no para levantar puños o brazos.

Ver a nuestros representantes exhibir camisetas, frases ingeniosas, aunque no tanto, peleas por sentarse en un escaño cercano a la gloria, darse caña todos los días sin tregua, deprime más que molesta.

El juramento, entendido como acto voluntario de acatamiento del orden constitucional, de la legalidad, de respeto a ésta aunque se luche por su sustitución, no puede quedar sujeto a condiciones, como supone subordinarlo a un «imperativo legal». Porque, si se jura porque se impone, se está jurando sin libertad, sin voluntad de cumplir lo jurado. O, lo que es lo mismo, el juramento carece de valor; no es juramento, sino apariencia. Por eso son poco comprensibles las resoluciones del Tribunal Constitucional que lo permiten. Mejor podría haber manifestado que el juramento era innecesario, un mero acto formal sin valor alguno material.

A mí, vistas las cosas, no me preocupa demasiado eso de jurar por lo que sea. Y es que el valor de los juramentos, de la palabra dada, no vale nada, a nada obliga en estos tiempos, razón esa por la cual cada uno jura o promete lo que le viene en gana. Jurar y luego violar la promesa es el pan de cada día. Basta ver una sesión parlamentaria o las promesas electorales. El honor no forma parte de los valores del siglo. La confianza en quien se obliga, tampoco.

Creo, francamente, que habría que suprimir este requisito, porque duele ver cómo dar la mano no representa nada, comprometerse, menos, vincularse a un pacto, inútil salvo que conste por escrito y un tercero lo imponga una vez sorteados todos los obstáculos puestos al reconocimiento mismo del compromiso adquirido.

El juramento o promesa, hoy, solo constituye una ocasión excepcional para quienes, ajenos a la noción de la lealtad a la palabra dada, aprovechan cámaras y focos para exhibir sus majaderías mil, pues majadería es invocar las grandes palabras cuando éstas no son nada, solo apariencia.

Pueden hacer el tonto, porque la ley se lo permite. Recurrir juramentos repletos de la tontería propia de quien los ofrece, es tan absurdo y artificioso, como creer que quien jure sin condiciones, va a ser leal a la palabra dada.

Jurar para tomar posesión de un cargo era propio de las monarquías, un acto de sumisión al Rey. Trasladar este acto a la democracia y a la ley no es algo que precise de juramento alguno. Infringir la ley tiene consecuencias legalmente previstas. No es necesario jurar cumplir con lo que es una obligación que a todos afecta.

Suprimamos esta condición y así nos ahorraremos cada cierto tiempo el soportar a tanto bobo haciendo bobadas. Un bochorno. Mejor es no conocer a quien hemos votado muchas veces. Por salud mental.