En reiteradas encuestas se aprecia que la mayoría de la población se identifica como de izquierdas, en sus diversas tonalidades. Lo que tiene un reflejo electoral. ¿Por qué, entonces, las personas de izquierdas y sus voceros autorizados tienen la sensación de «ir perdiendo»? Me parece que se debe a dos razones. La primera es que, en efecto, la izquierda va perdiendo. Va perdiendo porque ante los grandes problemas del mundo su programa es desordenadamente defensivo y ha renunciado a formular grandes opciones, seguramente por miedo a perder lo que conserva: es una izquierda progresista-conservadora. Otra cosa es que el programa conservador-reaccionario de la derecha dé miedo. Dicho de otro modo: desde hace muchas décadas nunca ha habido más razones para encarar al capitalismo, pero menos capacidad para oponerle una alternativa. Para decir eso no hay que ser revolucionario: la socialdemocracia fue también una forma de estar contra el capitalismo.

Quizá Marx tuviera razón cuando afirmó que hasta que el capitalismo no hubiera agotado sus últimas potencialidades no sería posible el socialismo. El pequeño problema es que hoy sabemos que las últimas potencialidades del capitalismo conducen a la abolición de la vida humana en el planeta. Mal asunto. Hay razones para que la construcción de la alternativa no sea fácil, por la emergencia de fenómenos nuevos de largo alcance como la digitalización y la globalización que marcan un terreno de juego en el que la izquierda no sabe todavía moverse, gustando más de las grandes apelaciones morales que de la acción política. En ese marco cabría decir que cabe una opción sensata: jugar a la defensiva pero que esa defensiva consista sobre todo en articular esquemas de un «reformismo fuerte» que, a la vez, profundice y pinte de verde un nuevo Estado social e impida la reversión de todos los avances a través de la generación de nuevas alianzas y de estructuras jurídicas renovadas que expresen un buen gobierno que es algo más que la ausencia de corrupción.

Pero he hablado de una segunda razón que es la que explica por qué la opción que acabo de indicar encuentra mal encaje en los liderazgos y en las militancias de izquierda. Me refiero al contagio de una cultura neoliberal que implica ausencia de reflexión y de capacidad (auto)crítica, la banalización de los problemas y de las soluciones, la fragmentación del pensamiento -la derecha tiene ideas más compactas-. Ello conduce a algo que puede comprobarse en cada discurso, en cada paseo por las redes sociales: las personas de izquierdas no suelen encontrar mejor argumento para defender sus preferencias que la apelación constante a lo mal que va el mundo. Cada día es el día mundial del pesimismo. Cada día insultamos a la política. Cada día proclamamos la emergencia de algo. A veces con razón, a veces como otra muestra más de lo cómoda que es la ignorancia. La izquierda fue siempre propulsora de utopías -con su carga de ambigüedad- capaces de movilizar o hacer soñar. Ahora es una fanática vendedora de distopías. Nada gusta más a los izquierdistas que pregonar todo lo que va contra sus ilusiones. Si leen, sólo leen tristeza.

El pesimismo no se cura con cursos de autoayuda para imbéciles ni con reflexiones sobre los nuevos estilos de vida. Ni con la nostalgia del pasado. La izquierda se quiere en el futuro o no sirve para nada. Me encantan los apresurados seguidores de Gramsci que repiten hasta el agotamiento que «al pesimismo de la inteligencia hay que oponer el optimismo de la voluntad». Apueste usted a que el que lo dice es un pesimista de razón y voluntad. Pero Gramsci pudo decir eso porque hasta sus últimos días plantó cara al régimen fascista, desde sus cárceles, estudiando, leyendo y escribiendo. ¿Es esto elitismo? Marx, ante una acusación así, en una reunión dio un puñetazo en la mesa gritando: «¡De la ignorancia nunca salió nada bueno!». Pues eso. Si el amigo es ya un erudito vuelve a Gramsci: «El partido es un intelectual orgánico»? pero nunca dijo que los camaradas pudieran ser unos analfabetos inútiles.

Todo ello viene a desembocar en la crisis de las tradiciones de izquierdas. Una crisis de identidad, aunque parece que todo el mundo tiene identidad y derecho a reconocimiento menos los partidos o las ideologías políticas. Y no: la izquierda tiene una identidad -o conjunto de identidades- muy bien construida, aunque algunos elementos estén en ruinas. Es como el belén-trastero de Barcelona: se han sacado de sus casillas partes que vinculaban el relato con la realidad y se las ha metido en cajones aislados para que perdieran esa coherencia y llamaran la atención. La izquierda de naif es más naif que la derecha naif, igual que el belén de la plaza Sant Jaume es más naif y cursi que cualquier belén que fabrique un niño, pero sin su belleza, sin su capacidad de invocar un sentido que va más allá de las convicciones religiosas.

Esa misma performance, en otro espacio en el que no pretendiera sustituir una identidad que justifica la representación, sería interesante, invitaría a la reflexión. Porque uno de los grandes elementos olvidados en esta época postilustrada es cómo relacionar la pervivencia de tradiciones con la modernidad. La izquierda también tiene que entender eso. Y aplicárselo a sí misma. ¿Puede pervivir renunciando a sus tradiciones de racionalidad en favor de la emotividad, de centralidad del mundo del trabajo en favor de una atomización de luchas? ¿Puede renunciar a su heroico pasado de defensa de la libertad sustituida por un lenguaje mágico repleto de prohibiciones? ¿Puede archivar su Historia en favor de una memoria circunscrita a los momentos de derrota? ¿Puede quejarse del avance de la ultraderecha, pero confundir el combate cultural e ideológico con aspavientos, gestualidad de baratillo y espasmos estéticos que, cuanto más ofenden, más felices hacen a los adversarios y más antiguos a quienes lo practican?