Las empresas familiares en nuestra comunidad suponen el 91,1% de las empresas y el 84,7% de empleo privado (y eso sin contar con los autónomos). En nuestra provincia incluso más. Y además de esos importantes datos cuantitativos son también de gran relevancia los cualitativos: su apego por el territorio que les rodea, su contribución a todos los ámbitos de la sociedad, su resistencia a mantener el empleo a toda costa en momentos de dificultades, su visión a largo plazo que les hace pensar más en la continuidad que en el beneficio inmediato y su concepción de la empresa como un todo, en el que empleados y empleadores luchan codo con codo para mejorar su entorno.

De ahí la importancia de evitar su desaparición en el momento de la sucesión.

En ese complicado tránsito hay dos puntos vitales y difíciles (a los que dedicamos todos nuestros esfuerzos en AEFA): el de gestión y el económico, derivado del impuesto en cuestión.

Respecto al de gestión la labor de AEFA consiste en formar a las generaciones entrantes en valores y conocimientos para que profesionalicen las empresas de manera que garanticen la continuidad y crecimiento de las mismas, ampliando empleo y riqueza (es una labor compleja cuando entran los sentimientos familiares, pero también un reto apasionante).

Y respecto al económico hay que saber que el impuesto de Sucesiones y Donaciones es un impuesto estatal cedido a las Comunidades Autónomas, que grava la transmisión de bienes entre personas cuando se produce un fallecimiento o una donación. En cada Comunidad Autónoma se regula de manera diferente, existiendo importantes diferencias según el lugar donde residas. Y dentro de esa transmisión están las participaciones o acciones de la empresa familiar. Cuando se produce la sucesión lógicamente el número de años de la empresa es elevado. Dada la filosofía de las empresas familiares de reinvertir sus beneficios en el crecimiento de la compañía (empleo e inversión) el valor en balance de la misma es grande y por tanto el impuesto también. Pero el hecho de tener una empresa en funcionamiento, sea cual sea su tamaño, no implica tener la liquidez para el pago del impuesto. Esto, desgraciadamente, supone en muchos casos su desaparición. En otros pocos, los más «afortunados», se venden a fondos de inversión que ya no comparten la filosofía de arraigo a su entorno. O lo que es peor, la deslocalización previa de nuestras empresas a comunidades autónomas que sí valoran la continuidad de las empresas.

Creo que es un gran e importante paso que se quiera volver a la bonificación del 99% en este impuesto, pero es negativo para el beneficio de la sociedad en su conjunto el hecho de que sólo se aplique a las de facturación menor a 10 millones de euros, ya que no solo hay que ver el lado positivo del crecimiento sino tomarlo como un objetivo deseable para nuestra sociedad. Debemos fomentar el crecimiento de nuestras empresas, no ponerles trabas, y para eso necesitamos que la bonificación se aplique a todas las empresas familiares sin distinción.

Que la mayor satisfacción de un empresario familiar sea ver crecer la empresa, con cada vez más personas que puedan desarrollar su proyecto vital dentro y fuera de ella (los datos revelan la mayor intensidad en mano de obra en las empresas familiares de todos los tamaños) es un aspecto positivo de una razón emocional.

No en vano, la empresa familiar ha sido declarada por la Unión Europea como un bien social a preservar.

Pero las personas somos corazón y mente. Y la excelencia se logra en un adecuado equilibrio entre ambas. El beneficio para todos también. Por ello no podemos olvidar que la empresa familiar tiene la obligación de ser rentable, tener beneficios para poder así afrontar el futuro, tanto las contingencias económicas (que las habrá) como las inversiones en innovación y tecnología necesarias para adaptarse a un entorno frenéticamente cambiante y de competitividad global. Y para ello es necesario crecer, para ser capaces de competir.

Por tanto, el objetivo de nuestros responsables políticos de la Comunidad Valenciana es fomentar la disminución de una de nuestras mayores debilidades: el excesivo pequeño tamaño de nuestras empresas.

En la generalidad de las empresas familiares se cumple que a menor facturación, menor tamaño, menor empleo, menor rentabilidad, menor posibilidad de mejoras sociales, menor adaptación a los cambios de entorno, menor competitividad en los mercados nacionales e internacionales y una mayor incertidumbre respecto al futuro.

Sin olvidar un gran beneficio de las empresas grandes: su función tractora para multitud de pequeñas empresas de producción y servicios accesorios a su alrededor.

Por último, quiero poner en valor cómo afectarían las dificultades de continuidad de empresas, tanto pequeñas como grandes (que a veces sostienen casi íntegramente) a una España «vaciada» Son admirables, y sin necesidad de decir nombres, esas empresas que mantienen vivo un entorno que en otro caso tendría serias dificultades de desarrollo económico.

Debemos trabajar por tener en la Comunidad Valenciana un tejido económico fuerte, competitivo, innovador y creador de empleo y beneficio social.

Y por mi forma de concebir las cosas no puedo dejar escapar la ocasión de desear que ésta sea la oportunidad de defender todos unidos una cuestión de bien común (dejando atrás la estrategia de partidos). Yo creo en ello. Y la mejor manera de emprender un nuevo camino es dar el primer paso.