La Conferencia de Naciones Unidas para el cambio climático que se celebra estos días en Madrid se presenta como una de las últimas oportunidades que tiene el género humano para limitar las consecuencias que su desarrollo exponencial de los últimos siglos está acarreando para nuestro planeta. Más allá de las habituales y estrambóticas declaraciones de los negacionistas del cambio climático, ese grupo de personas que tan pronto afirman que Elvis Presley no ha muerto como que los extraterrestres viven entre nosotros, la realidad ha terminado por convencer a los que durante años expresaron sus dudas acerca de si los cambios que se están produciendo en la temperatura global del planeta o las alteraciones de los periodos de lluvias torrenciales y de sequías son algo circunstancial o consecuencia de la acción del hombre. Lo primero que habría que dejar bien claro es que las empresas e industrias son las primeras y más importantes generadoras de C02. Industrias a las que los gobiernos de sus países dejan hacer lo que les viene en gana con el medio ambiente sin que por ello sean objetos de sanciones ni sean obligadas a modificar su sistema de producción altamente contaminante. Después, y en un segundo plano, estaríamos los ciudadanos. Si bien es cierto que como consumidores podemos llevar a cabo en nuestra vida diaria una serie de comportamientos que ayuden a mantener el medio ambiente en unos estándares de limpieza e idoneidad lo mejor posible, el grueso de nuestra responsabilidad se reduce, sobre todo, a dos ámbitos concretos. El primero, a consumir productos de empresas con etiqueta ecológica y que sean respetuosas con el medio ambiente. El problema es que estos productos en los que se utilizan empaquetado reciclado o que han sido producidos con un sistema respetuoso con el medio ambiente normalmente son un poco más caros que aquellos que se producen con carbón y utilizan plásticos de un solo uso. El segundo, a votar a partidos políticos que en sus programas de gobierno incorporen medidas de protección de la naturaleza en todos los ámbitos, es decir, en la actuación de la propia Administración, pero también en la elaboración de un corpus legislativo transversal que suponga la modificación paulatina de todos los ámbitos de nuestra vida en los que, por una u otra razón, suponen un atentado contra la naturaleza.

Por otro lado, y relacionado en cierta manera con lo antes expuesto, hay que resaltar otro aspecto de nuestra vida diaria que está teniendo un impacto inmediato en la sociedad. Me refiero a los cambios que la incorporación de las nuevas tecnologías a casi todos los ámbitos está teniendo. Cuando pedimos mediante una aplicación de teléfono móvil un pedido a un restaurante para que nos lo lleven a casa, sabemos que el repartidor o repartidora que lo traen está trabajando en condiciones muy cercanas a la ilegalidad sin que ello nos importe. Sentencias de diferentes tribunales superiores de Justicia de varias comunidades autónomas ya han establecido que los conocidos como riders son falsos autónomos y por tanto las empresas que se dedican a la intermediación entre restaurantes y clientes deben pagar la cuota de Seguridad Social de estos trabajadores. Al mismo tiempo, los establecimientos de comida que utilizan este tipo de aplicación se evitan tener que contratar a un camarero o camarera y por tanto se produce una disminución en el número de personas contratadas con un salario digno y una cuota de Seguridad Social que va a parar a la Tesorería General del Estado. Por otra parte, cuando pedimos un artículo por internet de manera directa a una determinada empresa estamos evitando al que durante años fue el pequeño distribuidor de cada zona, es decir, al minorista que tenía una tienda en los barrios en los que vivimos y que, a la larga, supone el cierre de pequeños comercios que son sustituidos por bares y restaurantes que a su vez utilizan la aplicación de teléfono móvil de pedido de comida a que me he referido con anterioridad.

De todo ello podemos deducir que lo que está cambiando las relaciones laborales en nuestro país y dañando nuestro ecosistema se debe sobre todo al egoísmo de las empresas a las que poco importan las consecuencias sociales y medioambientales de su producción. Si obtienen el 50% de beneficios respecto al capital invertido buscarán ganar un 100% a costa de lo que sea. Somos por tanto los ciudadanos los que debemos premiar con nuestro consumo a aquellas empresas que no solo tienen trabajadores contratados en condiciones dignas a sus trabajadores, sino también las que prefieren ganar un poco menos si con ello utilizan mecanismos compatibles y beneficiosos con la bio diversidad. Pero el gran arma que tenemos los ciudadanos es el voto. Hacer ver a los partidos políticos que o presentan medidas concretas que protejan el medio ambiente, aunque ello suponga enemistarse con las grandes multinacionales, o verán mermados sus resultados electorales, supondría una magnífica manera de hacer valer nuestra voz.