Mi último fin de semana ha sido intelectualmente productivo, emocionalmente generoso y estéticamente aleccionador. Arrancaré mi columna con el beneficio emocional que suele producir pasar un día completo con un amigo (a) con quien no se tiene ningún contacto personal desde dos años atrás. Y me estoy refiriendo a la nunca suficientemente ponderada Nuria Espert, actriz. Visitó el Teatro Arniches desgranando versos de García Lorca, previamente pasados por el tamiz de Lluís Pasqual, director, y alguna pincelada musical de Paco Ibáñez. Nuria Espert y su último reto, Romancero gitano, tras haberse fundido varias veces entre las entrañas del poeta granadino universal ( Yerma, Doña Rosita la soltera, La casa de Bernarda Alba? que yo recuerde) a partes iguales con uno de sus directores fetiche, Lluís Pasqual. Pero ahí estaba ella, Nuria Espert, 84 años recién cumplidos, actriz, un centenar de premios nacionales e internacionales, Lady Europa, Premio Princesa de Asturias de las Artes. Nuria Espert, actriz. Y directora de teatro y ópera. Nuria Espert, amiga, desde que la conociera exactamente el 23 de noviembre de 1975, es decir hace 44 años y una semana, en un salón del Hotel Don Pepe de Murcia mientras veíamos por televisión el entierro del dictador, junto a otros amigos y actores con los que por la tarde representaría Divinas palabras de Valle-Inclán. Y en esos 44 años ha habido de todo, hemos visto de todo, hemos compartido muchas cosas, pero sin que yo perdiera mi fascinación por una actriz muy especial ( Concha Velasco suele decir que le gusta Nuria Espert «hasta cuando no me gusta?») un mito a mi alcance porque se hace próxima compartiendo un arroz con mero y almejas en El Piripi, como este pasado domingo.

Nuria Espert, trabajo, trabajo y trabajo. Nuria Espert, ambición artística sin límites. Nuria Espert, sensibilidad e inteligencia. Inteligencia que he podido compartir dos días antes en el Teatro Principal con las huestes de las compañías Ron Lalá e Yllana. Dos compañías tocadas por la vara divina que les llevó a optar por un teatro distinto, capaces (en el caso de Ron Lalá) de acercarnos el mundo de Cervantes en su anterior espectáculo, Cervantina, con más eficacia que un curso completo de literatura dramática; o, en el caso de Yllana, colocar la música clásica lejos del pedestal habitual para situarla en un espectáculo teatral jocoso y sin trampas ni cartón, con unas interpretaciones clásicas de antología, hasta el punto de que por momentos llegué a pensar que la representación se desarrollaba en playback. Y no. Luego me enteré que habían elegido a los músicos-actores mediante anuncios en prensa que solicitaban músicos de cuerda con experiencia en música clásica. El resultado de este Paganini 2 es brillante, ameno, de ejecución perfecta y buena mezcla de gags cómicos con los sacralizados fragmentos de obras de los grandes maestros, si pasamos por alto las pequeñas concesiones al público con esa interacción de subir espectadores al escenario, a todas luces innecesario porque abarata el deslumbrante desfile de perfección musical. Aun así, hay que quitarse el sombrero ante estas compañías que a base de golpes, de constancia, de penalidades, han conseguido un estilo y un buen hacer en el teatro por el que optaron.

Para mi sorpresa ambos espectáculos congregaron a una cantidad de público mayor que el por mí esperado. Pero no es suficiente, y me reitero en la necesidad de que el público alicantino abandone miedos a lo desconocido (fuera de la tele también hay vida), los prejuicios y el gancho de actores muy conocidos, siempre bienvenidos si son buenos en lo suyo, pero no excluyentes de otro concepto del espectáculo. Y siempre que, como el título de mi artículo, hagan de su trabajo una cuestión de inteligencia.

La Perla. «Todos somos muy ignorantes; lo que ocurre es que no todos ignoramos las mismas cosas». ( Albert Einstein)