Estamos en estado de emergencia. No es una advertencia, no es un aviso, es un grito, una llamada de socorro para pasar de la observación a la acción.

Hasta ahora hablábamos de cambio climático sin darnos cuenta de que solo nos estábamos refiriendo al fenómeno. Declarar la Emergencia Climática implica confirmar el diagnóstico y, sobre todo, articular una respuesta urgente.

La Generalitat Valenciana aprobó el pasado 6 de septiembre la Declaración de Emergencia Climática. Siete días más tarde el agua anegaba la Vega Baja y la comarca de la Vall d'Albaida, en la provincia de Valencia, solicitaba la Declaración de Zona Catastrófica. Aunque los episodios de gota fría forman parte de nuestro clima, su recurrencia acompañada de largos meses sin una gota sí es indicio del cambio climático.

Las palabras son importantes en tanto que describen, esconden o visibilizan la realidad. Suele decirse que el primer paso para solucionar un problema es reconocerlo; una lección de vida que recoge el Manifiesto 27 de septiembre: Huelga Mundial por el Clima cuando coloca «Verdad» en el primer puesto de sus reclamaciones, conscientes de la necesidad de reconocer la crudeza de la situación como punto de partida para, al menos, mitigar sus consecuencias.

En el sureste de la península esa crudeza se mide en cifras: 450 litros por metro cuadrado en 48 horas, nivel 2 de alerta, daños y pérdidas estimadas en 1.500 millones de euros, cientos de evacuados. Esos son solo algunos de los números que nos dejó la última gota fría, pero pese al impacto de las lluvias torrenciales, que se esperan cada vez más frecuentes y cíclicas, convivimos también con la desertificación y la sequía que cada año pulveriza sus propios récords. El pasado mes de febrero, por poner un ejemplo, fue el más seco registrado en los últimos 69 años. La Agencia Europea de Medio Ambiente ya coloca a España como una región expuesta a unas condiciones de tensión hídrica; hasta el punto de que el déficit de agua en la Comunitat Valenciana ha pasado de ser coyuntural a ser la norma.

Este escenario no ayuda al optimismo, pero sabemos que el conformismo nunca ha sido palanca de cambio y que mañana no se podrán adoptar las decisiones que podemos tomar hoy frente al estado de emergencia climática. «Compromiso» exige en segundo lugar el Manifiesto 27S y por suerte frente a las cifras de las lluvias torrenciales y la aridificación, los Acuerdos de París nos ponen otras cifras en el horizonte, los números del cambio: limitar el calentamiento global a 1,5°C, reducir las emisiones contaminantes un 40% en 2030, fuentes de energía 100% limpia en 2050.

El cumplimiento de los compromisos exige «Acción» a todas las escalas. Estos días se celebra en Madrid y en otros territorios como la Comunitat Valenciana el programa de actos de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP25) para perfilar la puesta en marcha del Acuerdo de París. Un objetivo transversal y en cadena que vincula a todas las administraciones, a todas las regiones, a todas las personas y que tiene una vertiente hiperlocal. Ese es uno de los desafíos que debemos afrontar los Gobiernos autonómicos y locales: el de atender y resolver los focos de tensión específicos, así como el de trasladar los pactos globales o supranacionales a las características de la política de proximidad.

Por esa razón, las instituciones más pegadas al terreno, también, deben articular sus estrategias para adaptar las políticas de emergencia climática a sus singularidades, dado que el impacto del cambio climático no se puede deslocalizar, no se puede desligar del territorio.

Es esa conexión con la tierra la que obliga a muchas personas a desplazarse, abandonar sus hogares, migrar de los territorios que se han vuelto secos, yermos, inundados, agotados, degradados... en definitiva inhabitables. La transición hacia un nuevo modelo productivo supone la gran revolución social del siglo XXI, en la que las instituciones debemos garantizar la «Solidaridad», el equilibrio, para no caer en el terrible riesgo que supondría reproducir de nuevo las desigualdades en una división de ricos y pobres climáticos. El Mediterráneo como epicentro del cambio climático y nosotros como los primeros refugiados climáticos, ya ponen de relieve que la respuesta a la emergencia climática exige también un compromiso social, que disuelva la exclusión climática que ya planea sobre 100 millones de personas.

Asumir el compromiso del cambio climático es, en primer término, apostar por una estrategia que coloca a la persona en el centro, que defiende un entorno de vida digna y que debe dotar de recursos a las instituciones que están más cerca de la ciudadanía. Pero la persona no está en el centro de forma pasiva, sino que es la dinamo de la participación en un ejercicio de pura «Democracia»; último de los bloques del Manifiesto. Tenemos la responsabilidad y la legitimidad que nos da garantizar el futuro porque de no actuar ahora no habrá futuro «ni brillante, ni maravilloso, ni tan agradable de ver» ( Donald Trump sic). Confío en que la COP25 sea la de Cumbre de la Acción, no podemos permitir que el análisis nos lleve a la parálisis.