«La Plasa» había sido tradicionalmente el lugar donde se celebraban reuniones periódicas para efectuar las transacciones comerciales, especialmente de fruta y verduras. Esta costumbre se remonta a finales del siglo XVIII, cuando en Torrevieja se autorizó la instalación de un mercado semanal a celebrar semanalmente todos los viernes.

El «Mercado de Abastos» o «Plaza de Abastos» se convierte en un lugar de encuentro donde se desenvolvía gran parte de la vida cotidiana. Siempre ha formado parte del centro urbano. A partir del trazado de la nueva planta de la población por el ingeniero José Agustín Larramendi tras los terremotos del año 1829, tomó el nombre de «Plaza de la Verdulería» por instalarse en este lugar la venta de esos géneros. En principio la administración de las Salinas cobraba tasas fiscales por su uso, siendo, a partir de 1830, la autoridad municipal la encargada de recaudar impuestos aplicados sobre todas las mercancías que entraban o salían de la ciudad; convirtiéndose en el lugar más propicio para realizar los intercambios comerciales.

El 31 de octubre de 1871, contando Torrevieja con ocho mil habitantes, el Ayuntamiento remitió para su aprobación por la Diputación Provincial un expediente para la reforma y ensanche de la plaza del mercado con su plano y presupuesto de las obras de un edificio permeable y con un orden para facilitar el tránsito, encargándose la autoridad municipal de la concesión de los puestos. En los soportales estaban los puestos de la venta de carnes y embutidos; salazón, comestibles y artículos de abacería, salazón; paños, ropas, gorras, zapatos, alpargatas, quincalla. Y en la zona central de la plaza: hortalizas, frutas, cebollas, melones, lechugas, coles, acelgas, pimientos, carbón, alfalfa, algarrobas, etc. Esta variedad proporcionaba un gran ambiente al mercado, favoreciendo la afluencia de muchos vendedores. La venta de pescado se realizaba en la playa, junto al muelle Mínguez.

La imagen que nos podemos hacer a finales del siglo XIX nos la imaginamos con venta de animales de corral vivos a las puertas del mercado por los llamados «recoveros», procedentes de Cox o Callosa: conejos, pollos, huevos y, por supuesto pavos en estas fechas cercanas a la Purísima y Navidad.

Acabada la guerra civil, en 1946, se hizo necesaria la construcción de otra «Plaza de Abastos», obra de la que se encargó el arquitecto catalán Félix de Azua Gruart, una necesidad sentida por la población por las deficientes condiciones del anterior edificio; dedicando al nuevo edificio un espacio central donde quedó instalada la pescadería, estando a frente a estas los puestos de frutas y verduras, así como a los lados los de ultramarinos y cárnicos. Instalaciones que estuvieron en funcionamiento hasta el año 1994.

Que aquella Plaza de Abastos poseyera un indudable valor patrimonial puede parecernos hoy día cosa indiscutible. Ese valor no lo es tanto por la arquitectura en la que se plasman ni por lo que representan para la economía local -argumento con los que se justifica el interés patrimonialista para rehabilitarlo y conservarlo, sino por algo más inmaterial que forma parte de nuestra cultura y que se expresa en las relaciones sociales: el hecho de que sean lugares de intercambio y sociabilidad excepcionales.

Si bien aquella «Plaza de Abastos» venía arrastrando problemas de conservación desde hacía décadas, se derribó con la promesa o la realidad de un nuevo mercado, no planteándose la posibilidad de mantenerlo. Para algunos quizás fue un horizonte novedoso, a costa de la pérdida de un paisaje histórico con un altísimo valor patrimonial intangible.

Un dulce pregón que anunciaba patatas, higos, sandías, tomates, pimientos, peras. Sardinas, boquerón, salmonetes, atún, caramel y boga. Huevos frescos y pan. La Plaza de Abastos era un excepcional complejo de locales con sabor a amanecer y desde bien temprano daba vida a los cafés y bares: bar Manolo, «Las Cuatro Puertas», el de Pepito Coves, la «Puerta del Sol», el de «el Pollo», «Mi Bar» y el de José María Guillamó, establecimientos que reunían una nutrida concurrencia; sin olvidar la panadería del Terry y la confiterías de La Malagueña y del Camarrojas. A su alrededor las buñueleras faenaban con el borboteo de la masa friéndose sobre el aceite del hornillo, que ahora remueven las nostalgias; así como en verano, los puestos de horchata y agua de cebada; el vendedor de higos chumbos; el amolaor-paragüero y el lañador de lebrillos y tiestos rotos por su uso. Los puestos de Manuela Calatayud y su hijo Luis Gil «el Alicantino» junto con su mujer Concepción Mercader, ultramarinos y licores; «las Royas», frutas y verduras; Diego Maciá, comestibles finos; A ntonio Esquiva, salazones; Román Pastor Cano, «el marqués de la Salaura», salazones; Manuel Pérez «el Moreno», carnes; Carmen Pacheco, frutas y verduras; Julio y Domingo Martínez, prensa y papelería; peluquería «Dos Amigos»; floristería Carmina; estanco de Mary; pollería «La Esperanza»; carnicería de Eduardo Dolón; las pescaderías de la Lúcia, «el Filais», Federo, «el Zabala» y una larguísima relación que tenemos que omitir por su extensión.

¡Qué recuerdos! Un mercado en el que entraba el sol y luz «a capazos», abarrotado de gente; cambiado por un edificio para? ¿tener más espacios? Ya no es una plaza es «una jaula», se perdió el sol, la altura en los techos y de miras, y otras muchas cosas, hasta su vida misma.