Es absolutamente comprensible que los denominados poderes económicos se aterroricen y se echen las manos a la cabeza ante la posibilidad de un gobierno de coalición entre el PSOE y Podemos. Lo que ya no resulta tan normal es que esa misma gente haya contemplado sin ningún tipo de preocupación el paso por la política de personajes como Rodrigo Rato, Eduardo Zaplana, Francisco Camps, Jaume Matas o los tipos que arrasaron las cajas de ahorro. Estamos ante una extraña sensibilidad selectiva, que se manifiesta de forma virulenta cuando las alarmas vienen desde la izquierda y que se anestesia cuando las supuestas personas de orden convierten el país en un solar a base de trapisondas económicas y de desvaríos políticos.

Un inmenso coro de agoreros se puso en marcha desde el mismo momento en que Pedro Sánchez y Pablo Iglesias firmaron el pacto. El argumento central es la catástrofe; el anuncio de que la deriva izquierdista va a conducir a España hacia un pozo sin fondo de crisis económica y de desgarro territorial. El arma principal de esta batalla ideológica es la deslegitimación radical de una solución política que cumple escrupulosamente con todos los preceptos del mandato democrático. Los mismos dirigentes que utilizan a la ultraderecha de Vox para acceder al poder, ponen en duda la legalidad de la aplicación de la aritmética parlamentaria para cerrar un acuerdo entre socialistas y morados. En el fondo de todo este debate hay una visión preocupante de la dinámica política: valen todas las combinaciones posibles entre partidos, menos las que se hagan entre formaciones de izquierdas; que como todo el mundo sabe, son puro bolchevismo o chavismo de la peor especie. Según los defensores de esta visión del mundo, el juego de la democracia es una partida amañada en la que determinadas siglas tienen vetado a perpetuidad su acceso a las tareas de gobierno, aunque sea a través de coaliciones totalmente legítimas.

Los habitantes de la Comunitat Valenciana tenemos el culo pelado de asistir a este tipo de aquelarres apocalípticos. Los dramas y las tragedias que ahora anuncian los políticos y los periódicos de Madrid ya nos los anticiparon estos mismos sectores ideológicos en aquel lejano 2015 en el que se constituyó la primera edición del Pacte del Botànic. Hay que subrayar un dato importante: no se cumplió ni una de aquellas amenazas de desastre y los partidos valencianos de izquierdas volvieron a ganar unas elecciones tras una legislatura excepcionalmente tranquila, demostrándose que la ciudadanía es capaz de distinguir la tabarra catastrofista de la verdadera gestión política.

Aunque el traslado de la experiencia valenciana a Madrid sea una línea de trabajo muy arriesgada, dadas las fortísimas tensiones existentes en la política nacional, básicamente nos encontramos ante el mismo escenario: los complejos resultados de unas elecciones democráticas, que pueden ser interpretados desde la más absoluta libertad y explorando todas las vías posibles de negociación y de acuerdo.

Puede que Pedro Sánchez sea un político superficial y con una solidez ideológica más que discutible, pero su victoria electoral del pasado 10 de noviembre le da derecho a gobernar con quien estime oportuno o con quien crea más conveniente. Si acierta y su propuesta aguanta toda una legislatura, le habrá puesto fin a un largo periodo de inestabilidad institucional y acabará convertido en la gran esperanza blanca de la socialdemocracia europea. Si la caga y este frágil invento salta por los aires en unos pocos meses, España empalmará gobiernos conservadores hasta que las ranas críen pelo.

Esto se llama democracia y aunque algunos se empeñen en simplificarlo todo hasta extremos risibles, es un juego muy complicado, lleno de riesgos y de matices.