No hay vida sin olvido ni silencio mientras perdure la memoria. La memoria de los pueblos, la memoria individual y colectiva es el remedio más eficaz para la miopía con la que todavía hoy muchos siguen mirando el mundo. A más riesgo de ceguera, más memoria.

Hoy conmemoramos el Día Internacional de la Memoria Trans. Para quienes siguen pensando que los «días internacionales de» son un absurdo, quisiera hacer un pequeño ejercicio de memoria tan sano como necesario para devolver al presente los agravios del pasado, por mucho que el pertinaz olvido se empeñe en debilitar la memoria y por mucho que haya todavía quienes prefieran los silencios a la incómoda verdad de un pasado tan remoto como reciente, un pasado de ayer, de anteayer y quién sabe si también de ahora mismo mientras yo escribo y usted lee.

En el año 1460 ejecutaron en el mercado de València a Margarida Borràs, primera mujer trans. Fue una ejecución pública, precedida de tortura, exhibición y profunda humillación. Un ritual público en clave de terror disuasorio sobre los límites que no se deben traspasar, sobre el guion oficial del que no es posible salir sin consecuencias. Quizá se pregunten cuál es este guion oficial. El guion oficial, la versión única de la historia es la versión binaria y dual del mundo y de las personas, expresada en polaridades de los masculino y lo femenino dentro de un corsé asfixiante que oprime y anula la voluntad del derecho a ser.

Varios siglos después, en el reciente 1998, Rita Hester, trans afroamericana, fue asesinada en un claro delito de odio. Una forma de ejecución con los mismos tintes que tiñeron la persecución y muerte de Margarida Borràs en pleno Renacimiento: aterrorizar, amedrentar, advertir, sentenciar, inmovilizar y silenciar. Si a Margarida Borràs reducida a un cadáver humillado y torturado la arrojaron a una fosa común para que el silencio y el olvido la extinguieran para siempre, el cadáver de Rita Hester desencadenó una ola de respuestas para decir basta ya de tanto miedo y tanto odio, para reclamar y reivindicar el derecho a una existencia libre, segura y digna.

En el año 2015 la vida se tiñó de nuevo de desolación con el suicidio de un adolescente en Rubí, Barcelona. Muchos fueron los dedos acusadores que no dudaron en señalar el hecho como un «asesinato social», como un «entre todos lo mataron»... Lo cierto es que Alan, que así se llamaba el joven de Rubí al que no se le permitió ser lo que quería ser, no pudo soportar el largo camino de su llegar a ser. Qué paradoja. Que hayan transcurrido cinco siglos, 555 años exactamente, y que perdure inmutable el mismo sustrato de miedo, rechazo y necesidad de castigar el desafío de la desobediencia. La disidencia de sexo y de género se paga incluso con la propia vida porque el virus que alimenta la persecución real y simbólica, societaria, colectiva e individual sigue siendo el profundo rechazo a la diferencia, a la diversidad que se expande más allá de los rígidos límites de este mundo dual que hemos construido.

Leo en el Informe sobre asesinatos de personas LGTBI en América Latina y El Caribe 2014-2019 que «el prejuicio no conoce fronteras». Impunidad, asilo, refugio y exilio son palabras de hoy a las puertas del año 2020 y con el horizonte de los Objetivos de Desarrollo Sostenible que marcan el camino hasta el 2030 para que, entre otros logros, se conquisten a plenitud los derechos de igualdad y vida libre de violencia de las personas trans.

Ante la estigmatización, ante la deshumanización, ante la violencia, el acoso, la persecución y la humillación; ante las personas trans asesinadas, vejadas, torturadas y desaparecidas en todo el mundo, no queda más camino que el de la memoria para que el pasado no debilite el presente imponiendo el olvido.

Todo ejercicio de memoria implica verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. En un día como hoy me pregunto sobre la verdad, me interrogo sobre el alcance de la justicia y sobre el poder de la reparación; me interpelo a mí misma sobre si el camino iniciado nos llevará a garantizar de alguna manera la no repetición.

Dijo Carla Antonelli en una ocasión que la sociedad tiene una deuda histórica con las personas trans. Comparto su opinión y afirmo, además, que democracia y memoria caminan de la mano para llevarnos de manera irremediable a dónde, en política, tenemos la obligación de llegar: a fortalecer el marco normativo, a acortar la distancia entre el avance social y el jurídico, a poner el foco en un modelo de educación transformadora en la que sea posible aprender de y en la diversidad, a romper los estereotipos y a salir, si ese es nuestro deseo, del dogmatismo del mundo binario que tan oscuro y peligroso está resultando para algunos.