En septiembre de 1997 entré por primera vez en la Diputación como periodista. Era época de cambios en el Palacio Provincial. Primer mandato del PP tras doce años de gobiernos socialistas en una administración que debe encargarse de atender a los municipios.
En aquel hemiciclo se sentaban siete alcaldes, muchos menos que ahora. Por los socialistas estaban Francesc de Paula Seva, de Sant Joan d'Alacant; Júlia González, de Pedreguer; el añorado Miguel Iborra, de Aspe; José Joaquín Moya, de Bigastro; y Jaume Pascual, de l'Alqueria d'Asnar, uno de los dos ediles de la Comunidad, junto al de Almudaina, José Luis Seguí, que lleva en el cargo estas cuatro décadas que ahora se cumplen de ayuntamientos democráticos. Del PP, César Augusto Asencio, regidor de Crevillent hasta las últimas elecciones del pasado mes de mayo; y el recordado Antonio Alonso, entonces alcalde de Almoradí y una de las mentes más claras que la derecha ha tenido nunca en esta provincia junto, quizá, a otro histórico de la gestión municipal como Miguel Valor, también vicepresidente en aquella Diputación.
De ese elenco, a aquel periodista que empezaba y al que cualquier cosa, por menor que fuera, le generaba curiosidad, siempre le llamaron la atención dos personalidades. Jaume Pascual por su habilidad para alcanzar consensos con las obras provinciales y por esa vocación de servicio casi persona a persona de todos los alcaldes de pequeñas poblaciones. Y Antonio Alonso por su respeto institucional pero, sobre todo, por su capacidad para practicar algo que ahora falta en política: diálogo plural, sin sectarismo, para mejorar la sociedad desde la suma. Pero, además y por encima de eso, ambos atesoraban, desde las antípodas ideológicas, una virtud común que define a los alcaldes que dejan huella. Tomen nota. Gobernar para todos sin distinción con máxima cercanía a sus vecinos.
