Las primeras corporaciones municipales están rodeadas del halo mágico e inolvidable que damos a los momentos cruciales de nuestra vida que se producen por primera vez y que miramos con la benevolencia que aporta el paso del tiempo. Para los recién elegidos alcaldes y concejales, en 1979, todo estaba por escribir.

La situación era tan novedosa que propició en algunas localidades gobiernos de concentración, pese a que un partido había obtenido la mayoría necesaria y suficiente para gobernar en solitario. En las comisiones permanentes (el equivalente a las Juntas Locales de Gobierno actuales) se sentaba un concejal de UCD junto a otro del PCE. Proponían, discutían, acordaban y decidían bajo la atenta mirada de los representantes de los medios de comunicación que asistían libremente a estas reuniones transparentes. Pensaron, y no fallaron, que juntos serían capaces de cometer menos errores y generar el máximo beneficio posible.

Todos, fueran del signo político que fueran, tenían un denominador común que les unía en la toma de decisiones: un amor por la ciudad a prueba de las ejecutivas de sus respectivos partidos políticos. Ser concejal, en aquellos inicios, era el máximo honor, una gran responsabilidad; y la ciudad, para ellos siempre con mayúscula, estaba por encima de todo. No pocos infiernos se abrieron en las agrias discusiones entre secretarios generales de partido y alcaldes que se acogían a la autonomía municipal para hacer lo que creían era mejor sin tener en cuenta si convenía o no a su partido.

Echo de menos ese tiempo que nos dio alcaldes referentes, con sus claros y oscuros, de la política municipal: José Sanus (Alcoy), José Luis Lassaletta (Alicante), José Such (Benidorm), Ramón Pastor (Elche), Roberto García Blanes (Elda), Francisco García Ortuño/ Antonio Lozano (Orihuela) o Rosa Mazón (Torrevieja), entre muchos otros. A todos ellos, gracias por la lección.