Mientras se seguían increpando, Pedro Sánchez ya sabía que la repetición había fracasado (el PSOE no iba a subir) y Pablo Iglesias ya intuía que su descenso podía superar al socialista. Si el domingo el PSOE y la izquierda vencían sin convencer habría que pactar de inmediato para cortocircuitar el «humus» que engendra malhumores y revueltas. Sánchez debería digerir a Iglesias, pese a que no le dejara dormir tranquilo, e Iglesias asumir que el pacto tenía un precio: el rigor presupuestario y los límites constitucionales para el conflicto catalán. Es lo que se escenificó con toda rapidez el martes al mediodía.

Sánchez e Iglesias habían firmado el acuerdo para encarar el futuro y enterrar las batallas pasadas. Pero un abrazo de película no cura los continuos desprecios mutuos de los últimos meses. Por eso el pacto ha sido acogido -incluso entre los que lo aprueban- con cierta frialdad.

Es positivo que el pacto abrace la realidad, que hoy con cinco partidos nacionales y varios nacionalistas, es imposible un gobierno monocolor. Además, el pacto PSOE-UP, guste o no (y hay motivos para el no), es la única salida tras los resultados del 10-N. Salvo, claro, que el PP hubiera estado dispuesto a investir a Sánchez, lo que Casado ya excluyó el domingo por la noche y en lo que se ha reafirmado al ningunear la propuesta de Núñez Feijóo, el presidente gallego.

El pacto ha recibido ya muchas críticas y descalificaciones, pero tiene algo incontestable a su favor. Tras el resultado del domingo es la única posibilidad de tener gobierno y evitar otras nuevas elecciones generales que dañarían más el equilibrio del país. Y de la necesidad se puede construir algo de discurso. España tendrá un gobierno y, pese a los meses perdidos y los 52 diputados de Vox, será progresista.

El problema añadido es que PSOE y UP sólo suman 155 diputados. Añadámosles los tres de Errejón y los seis del PNV y estamos en 164, sumémosle el cántabro, Teruel, algún canario? y llegamos a 167 o 168. Sin la abstención de los 13 diputados de ERC tampoco hay investidura, salvo que a Inés Arrimadas se le aparezca la virgen del contorsionismo.

La abstención de ERC es posible porque mezclar sus votos con los de Vox contra un gobierno Sánchez-Iglesias parece insensato. Y la cúpula de ERC ha interiorizado que la unilateralidad con el apoyo de sólo el 47% fue un grave error. Además, sus líderes -desde el vicepresidente de la Generalitat Pere Aragonés al verso libre y potente de Joan Tardá- observan con atención al PNV. Pero Rufián ya advirtió en julio que luego todo sería más difícil, Catalunya fiscalmente no es Euskadi y no se puede ser el PNV con el líder bajo los barrotes.

Ayudar a la investidura sería inteligente. Pero ERC está a las puertas de un congreso, terreno fértil para los radicales, y su gran prioridad es ganar las próximas elecciones catalanas. Y en ERC está muy viva la decepción del 2017 cuando Puigdemont adelantó a Junqueras por sólo 13.000 votos.

Lo que ERC tiene claro es que Puigdemont no les puede volver a ganar mezclando su punta de primitivismo radical con el prestigio de ser el presidente exilado. Si no vetar la investidura de Sánchez les puede acarrear perder las elecciones catalanas, nada de nada. Por eso ERC necesita algún gesto que destruya la crítica. Y no es fácil porque hay unos 40.000 votos independentistas (sobre un total de dos millones) que pueden bascular a favor del más fiero ante Madrid. ERC querría recuperar la declaración de Barcelona, lo que comprometería a Torra y a Puigdemont. Pero eso es poco digerible para Sánchez porque levantó un «tsunami» de críticas y acabó mal.

¿Entonces? ERC necesita un acto de reafirmación ante el electorado soberanista. Y no hay que olvidar la ecuación del actual vicepresidente Pere Aragonés, segundo de Junqueras en Economía antes del 2017, con fama de buen gestor y asociado al sector centrista del partido. Aragonés es un candidato por delegación ya que ha sido ungido por Junqueras y sabe que no puede equivocarse. Si el cauteloso vicepresidente, que es el que -junto a Junqueras- tomará la decisión final, cree que tolerar la investidura puede hacer que ERC vuelva a naufragar en las elecciones catalanas, la prudencia (y el gen de ERC) le impulsarán al no y «cierra Cataluña».

Pero la cúpula de ERC sabe que eso llevaría a unas nuevas elecciones españolas que podrían multiplicar la fuerza de Vox y ser un torpedo al autogobierno catalán. Con el gobierno Sánchez-Iglesias, ERC podrá negociar. Con los que puedan venir después? ¿Entonces?