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Joaquín Rábago

El vacío liberal

He contado en alguna columna cómo en mi etapa de corresponsal en la Alemania dividida, allá por comienzos de los años ochenta, algún dirigente del Partido Liberal Demócrata alemán me expresó su extrañeza de que en la nueva España democrática no hubiese un partido de centro.

Había, eso sí, algunos personajes adscritos a esa tendencia ideológica como Joaquín Garrigues Walker o Joaquín Satrústegui, adscritos a la Federacion de Partidos Liberales y Demócratas de quienes sólo se acordarán ahora sólo los lectores de prensa de aquellos años.

Ese hueco, incomprensible en un país que había dado al mundo la palabra liberal en política - baste citar Cortes de Cádiz-, pudo haberlo llenado Ciudadanos, y muchos que lo votaban se hicieron tal ilusión, desafortunadamente defraudada como hemos visto por la cada vez mas errática trayectoria de su líder, Albert Rivera.

Obsesionado por el crecimiento secesionista de su Cataluña natal y no resignado en ningún caso a ocupar el centro del espacio político, al modesto aunque esencial papel de bisagra, Rivera se propuso liderar la derecha, dándole el sorpasso al P, como en el otro extremo del espectro político había intentado hacer Podemos con el PSOE.

Con ese solo objetivo en mente, Rivera fue cambiando y derechizando su discurso, pareció olvidar sus promesas de regeneración política hasta el punto de aliarse, por ejemplo, en Madrid con aquéllos cuya corrupción no se había cansado de criticar antes y aproximarse cada vez más al discurso de la ultraderecha.

Alarmados por tan incomprensible deriva con total olvido de los principios fundacionales de Ciudadanos y su obstinada negativa a dialogar con el PSOE de Pedro Sánchez, fueron abandonando el partido algunas de sus mejores cabezas en materia económica y quedaron sólo los incondicionales.

El resultado, previsto en todas las encuestas, que ni Rivera ni los suyos parecieron tomarse en ningún momento en serio, es el que ya sabemos: el descalabro de Podemos, reducido casi a la insignificancia, y el abandono de su escaño y de la política por parte de su líder.

Es este un gesto final que honra a quien había hasta ese momento había dado sólo muestras de frivolidad y que contrasta con la práctica de toda nuestra clase política, incapaz de pedir perdón y de reconocer sus propios errores.

Pero lo sucedido en Ciudadanos debe llevarnos a otras reflexiones extensibles a otros partidos: ¿nadie de su círculo más íntimo, fue capaz de decirle alto y claro a Albert Rivera que se estaba equivocando? ¿Sólo contaba la adulación acrítica al jefe?

¿Nadie osó decirle tampoco al presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, lo arriesgado de su plan de llamar otra vez a los ciudadanos para ver si podía arrancarles más votos tanto a Podemos como a Ciudadanos con el espantajo, por desgracia bien real, de la ultraderecha?

¿Nadie le dijo que era irresponsable celebrar nuevas elecciones a pocos días de que se anunciara la sentencia condenatoria de los líderes independentistas, algo que podría fácilmente incendiar las calles de Cataluña y arrojar a muchos electores a los brazos de quienes prometen sólo ley y orden?

El hiperliderazgo en los partidos, y hay que incluir también aquí Unidas Podemos y Pablo Iglesias, es causa de muchas de sus desdichas. Convendría que tomaran buena nota.

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