Sin haber podido votar por no haber cumplido los 18, quise ser testigo directo de la gran fiesta de la democracia que supuso la constitución de los nuevos ayuntamientos democráticos en una época tan trepidante y apasionante como fue la Transición. Con una plaza repleta, como no había visto nunca hasta entonces, tuve que ir haciéndome hueco desde donde atisbar el balcón consistorial al que se asomaría el primer alcalde democrático tras cuarenta años de elecciones digitales por el gobernador civil de turno. La emoción resbalaba por la mejilla de quienes habían soñado con una escena como la que estaban protagonizando, con un simbolismo propio de esos años y conscientes de estar haciendo historia viva. Música, banderas, símbolos y felicitaciones por doquier, dentro y fuera de unas plazas presididas por las casas consistoriales, cuyos integrantes se aprestaban a comenzar un camino en el que había tanto por recorrer. Un sendero que se iniciaba con los aires de libertad que habían llegado para quedarse y por los que tanto habíamos suspirado. Cuatro décadas después, con la mochila cargada de experiencias, vivencias y recuerdos, el municipalismo continúa tan vivo que se sigue percibiendo, ahora del mismo modo que como en aquel instante, como el poder más directo, el más accesible a los ciudadanos, en el que sienten más representados y en el que ven la verdadera oportunidad para mejorar su vida día a día. El espacio en el que canalizar sus reivindicaciones, el perfecto escenario para ser escuchado, para verbalizar las necesidades perentorias, las más acuciantes, las soluciones a los retos más inmediatos y a aquellos otros que por acción o por omisión marcarán nuestro futuro.