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Javier Llopis

Seis meses tontos los tiene cualquiera

Después de más de cuarenta años de democracia, el pasado domingo tuve el honor de estrenarme como vocal de una mesa electoral. Aunque siempre resulta reconfortante y enriquecedor asistir en primera fila a la gran fiesta del ejercicio de la voluntad popular; al final, tras más quince horas de calentar la silla en el colegio y tras superar con éxito el endiablado escrutinio de las papeletas del Senado, me he quedado con la sensación de haber participado en las elecciones más prescindibles e inútiles de nuestra historia reciente. Los resultados electorales y los hechos que los han sucedido después me han dejado, al igual que a unos cuantos millones de españoles, con una inmensa cara de bobo y con la sensación de haber perdido el tiempo de una forma miserable.

Seis meses tontos los tiene cualquiera, pero si ese cualquiera es el presidente del Gobierno y el líder del primer partido del país, la cosa se complica. Respecto a los resultados electorales, hay que subrayar que a Pedro Sánchez se le puede aplicar al pie de la letra el viejo dicho alcoyano que dice que «m'he quedat com Fava, igual estic que estaba». La presunta jugada maestra de los aprendices de brujo de la Moncloa ha acabado convertida en un fiasco y el partido que esperaba ampliar su liderazgo para gobernar con una mayor comodidad tras una repetición de elecciones, se ha tenido que conformar con salvar los muebles. El pacto con Podemos, formalizado a uña de caballo 48 horas después de esta atípica jornada electoral, ha contribuido a redondear el estado de estupefacción general y el convencimiento de que este medio año políticamente desastroso se podría haber evitado fácilmente, aplicando un poco de sentido común en el momento adecuado.

Mientras desde la izquierda se cantan las excelencias del acuerdo progresista de gobierno y desde la derecha se anuncia un terrorífico Apocalipsis chavista, hay que llamar la atención sobre un hecho importante: este estrambótico viaje a la casilla de salida no nos ha salido gratis; el país ha pagado un importante precio por una aventura inexplicable, que sólo se puede entender desde la óptica del puro oportunismo político. De momento, la enorme frustración ciudadana generada por este medio año de vacío ha contribuido a engordar la cuenta de resultados de la extrema derecha y ha convertido a Vox en la tercera fuerza del parlamento, consolidando su papel de interlocutor político permanente, que contribuirá a envenenar y a deformar todos los debates públicos que se produzcan a lo largo de esta legislatura incierta. El PSOE también está pagando el correspondiente peaje por este experimento fallido, ya que tras el fracaso de la operación de repetición de las elecciones se ha visto obligado a negociar con Podemos desde una posición de mayor debilidad que la que tenía hace seis meses, actuando los socialistas bajo la presión de unas urgencias que no existían el pasado 28 de abril. Finalmente, conviene referirse al aspecto más sustancial del asunto: la paralización de la actividad institucional y la innecesaria prolongación de la inestabilidad de un país que no puede permitirse estos lujos y que se enfrenta al fantasma de una nueva recesión económica, mientras ve cómo el problema catalán se complica cada día un poco más.

El catálogo de rarezas de estas elecciones frikis se completa con otro dato altamente significativo: el único personaje que ha generado alabanzas unánimes tras la extraña jornada del 10-N ha sido Albert Rivera. El hombre que se marchó a casa tras encadenar una sucesión errores garrafales y arrastrar a Ciudadanos al precipicio acaba aclamado como un héroe nacional y convertido en un ejemplo de virtud política. Esto no hay quien lo entienda.

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