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Daniel Capó

Consensos rotos

Nuestra clase política suma error tras error y la estabilidad hoy pasa ya necesariamente por las reformas

"El abismo invoca al abismo", leemos en un salmo; los extremos llaman a los extremos, anuncia la actual dinámica política. Más de dos mil años separan ambos mundos sin que el hombre haya aprendido a explorar el valor de la moderación. El PSOE celebraba su victoria en Ferraz, consciente de que la frivolidad de Pedro Sánchez al convocar elecciones se ha traducido en un parlamento sin mucho margen operativo.

Con los resultados del domingo asoma un bipartidismo debilitado y exhausto, incapaz de articular soluciones efectivas. Sánchez podría haber pactado con Unidas Podemos o calibrado los límites reales del veto de Rivera a un acuerdo de Estado y, sin embargo, prefirió dejarse guiar por el viento ácido y frío de las encuestas. Ha ganado, pero sin conseguir ninguno de sus objetivos. Al contrario, el parlamento hoy queda igual que ayer, pero con mayor pulsión hacia los extremos. Es la lógica consecuencia de años de pensamiento mágico, de cultivo de la desconfianza y el resentimiento, y de abandono de las preocupaciones reales de la ciudadanía. La política de los símbolos derroca la inteligencia para entronizar las pasiones, sin que contemos con una vara de medir que permita cuantificar sus virtudes o sus defectos.

Sánchez se equivocó, como se equivocó Rivera al plantear un veto irresponsable, como se equivocó Casado al no ofrecerse como garante externo de la estabilidad del país. Se han equivocado todos a costa de seguir socavando el llamado "Régimen del 78". Sin sumas evidentes, con una fragmentación territorial en aumento y con una ruptura social y cultural innegable, hay que preguntarse cuál es el nuevo recetario de la clase política: ¿un pacto divisivo? ¿Un centro sordo? ¿Un giro autoritario? ¿Otro de características revolucionarias? El conocido aserto de que "en España quien resiste gana" ya no sirve. No en estas circunstancias, no de este modo.

Durante mucho tiempo he pensado que la gran coalición -esa costumbre europea- constituye la única solución capaz de sostener y reformar el sistema. Esa esperanza no era una ingenuidad -podría serlo-, sino una simple constatación: un país dividido, que ve como caen sus consensos fundamentales, necesita encontrarse de nuevo y ello sólo es posible contando con el mayor número de personas y de sensibilidades diferentes. Ahora -tras el pacto acelerado entre Sánchez e Iglesias, el PSOE y Unidad Podemos- sabemos que no se dará, a pesar de que el PP de Casado amagó con la abstención. Da igual, porque seguramente esa gran coalición hubiera llegado tarde y mal, ya con la confianza rota y el enconamiento ideológico como criterio de verdad moral. El único acierto de estas elecciones es que ha obligado a sus actores principales a despejar las incógnitas y apostar.

El PSOE lo ha hecho, virando hacia el ala más alejada del pacto del 78. Fueron sus apoyos en la moción contra Rajoy y vuelven a serlo ahora, meses después. Es bueno saberlo -insisto- porque delimita espacios y dibuja de nuevo el rostro de un país llamado a construir un nuevo consenso sobre bases distintas. Que lo logre o no es ya harina de otro costal, porque estabilizar pasa forzosamente por reformar y hacerlo no unos contra otros, sino desde el centro hacia todos. La transversalidad no constituye un camino fácil, pero a veces la fortuna ofrece giros inesperados. En un mundo tan volátil, los acuerdos de Estado deberían ser la norma y no la excepción. Quizás alguien tome nota.

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