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El móvil en la alfombra de Llompart

El baloncesto en Alicante debería estar muerto, pero, contra todo pronóstico, sigue muy vivo. Somos los recuerdos que nos quedan

La familia se ha ido a la cama. El base, no. Prefiere quedarse en el salón. Allí, casi a oscuras, a solas, se va apagando el delirio atronador de hace unas horas. Aunque está agotado, le resulta imposible dormir. La adrenalina, que todavía campa a sus anchas, no le deja cerrar los ojos. Se acomoda, se estira en el sofá. Han pasado muchas cosas, la mayoría emocionantes. El teléfono pesa, está cargado de mensajes que le dan la enhorabuena. «Mañana respondo», se miente. Va descubriendo pantallas con el dedo hasta que llega a esa aplicación rebosante de bilis. No necesita hurgar mucho.

Cientos de notificaciones con vídeo reclaman su atención. Abre una al azar. En ella se ve al director de juego lucentino con seis segundos por jugar, subiendo la última bola, buscando una solución, una que le valga al equipo para llevarse la victoria.

Cuando llega a la mitad de la cancha no le queda mucho margen. El tiempo se acaba, agota el bote y salta... En el aire, en una décima de segundo, encuentra un agujero a la espalda del pívot por el que se cuela un hombre pequeño. Todos esperan un tiro de gracia para ganar el partido, a ser posible a tabla, pero él se inventa una parábola a medio camino entre el exabrupto y la asistencia. Schmidt recibe el balón a 10 centímetros del aro y logra que éste se lo trague. El CT estalla de júbilo liberando la rabia, rememorando su gloria, escribiendo uno de esos instantes mágicos que les recuerdan a los clubes devastados por la megalomanía de algún espectro que la belleza es el único camino, que solo quien no desfallece puede triunfar, que si pierdes la fe en tus posibilidades te devora el olvido.

La proyección en bucle de la acción fija una sonrisa muda en su cara de estudiante pillo. No hay edad para gozar con algo así. Sienta igual de bien que cuando lo soñaba en el recreo, cuando adornaba el movimiento con una cuenta atrás narrada a gritos. Cinco, cuatro, tres, dos, uno... En el pabellón, mientras el equipo chillaba y se abrazaba eufórico, el subconsciente de parte del público volaba al 1 de abril de 2012, al mediodía en el que Llompart hizo añicos un muro irrompible. Aquel cuarto final, en el trayecto definitivo hacia la canasta del Baskonia, la grada le vio driblar a Heurtel, engañar a Teletovic, dar un paso atrás para acomodarse al otro lado de la línea de tres, hacer una pausa eterna, coger aire y someter al TAU por tercera y última vez en la ACB.

Pedro, rodeado ahora de chicos que no habían empezado a ir al colegio cuando él debutó en la élite, vive su profesión con idéntica efervescencia, con el mismo grado de responsabilidad. Verlo en la LEB Oro, un escaparate abocado a la clandestinidad por el propio organizador, es una bendición impagable. Ejemplo de casi todo lo que te puede convertir en estrella, el niño que nació en Palma ha decidido no hacerse mayor. Créanle cuando dice que lo importante no es llegar al destino, que lo fundamental es aprender a sacarle todo el jugo al viaje. Mientras a los demás el tiempo nos vapulea, a él le da masajes románticos en los pies. El teléfono cae sobre la alfombra sin hacer apenas ruido. Por fin se ha quedado dormido. El baloncesto en esta ciudad debería de estar muerto, pero, contra todo pronóstico, continúa muy vivo. La historia no se rinde. Somos los recuerdos que nos quedan, somos Lucentum.

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