Han sido tan escasos y cortos de duración los periodos de libertad que ha podido disfrutar la sociedad española en la edad contemporánea que, el actual de algo más de cuarenta años de democracia, hay que entenderlo no solo como una excepción en nuestra historia sino, sobre todo, como una especie de milagro civil fruto de la lucha de generaciones de partidarios de la libertad y la justicia que hay que proteger a toda cosa de los ataques e intentos de involución -más o menos discretos y más o menos intensos- que con cierta regularidad se producen en España.

Desde que Fernando VII regresó a España en 1814 de su exilio voluntario y de oro en la localidad francesa de Valençay hasta la muerte del dictador Francisco Franco, es decir, desde los llamados liberales en tiempos de la Guerra de la Independencia a los demócratas de la Transición, los partidarios de un sistema político basado en el Estado de Derecho y en valores como la justicia, la igualdad y la solidaridad han sido tradicionalmente perseguidos, encarcelados, torturados y en el peor de los casos asesinados. Los enemigos de la igualdad y la libertad siempre han sido los que se negaron a asumir que la palabra de una persona vale lo mismo que la de cualquier otra y que la conciencia de cada uno es libre y por tanto no tiene que obedecer ni la moral ni la religión de nadie.

Nunca en la historia de España han podido acceder al Gobierno personas de tan diferente condición con independencia de su origen social o la fortuna de sus progenitores como lo son los integrantes del Gobierno actualmente en funciones. Nunca en nuestro pasado estuvieron tan sometidos al control de la justicia los protagonistas de la corrupción, el enchufismo, la jerarquía católica o los grandes terratenientes. La España que recorrió George Borrow en 1840 para escribir su libro La Biblia en España era un país que olía a estiércol, boina y cacique. Un país que parecía recién salido de la Edad Media y que quedó plasmada en la obra de Benito Pérez Galdós. Hasta llegar a nuestros días, y con el único paréntesis de la Segunda República, hubo que pasar por reinados desastrosos, una guerra civil y una dictadura cruel que destruyó todo lo que pudo cualquier atisbo de modernidad europea y de libertad de pensamiento y que supuso que la vida tuviera color de ala de mosca y que los que mandaban vistieran siempre de gris.

A pesar de todos estos antecedentes, España es hoy día un ejemplo para países de medio mundo que sueñan con tener nuestro sistema de sanidad pública, nuestro sistema judicial, nuestro Estado del Bienestar, así como la protección de las minorías, con especial incidencia en materia de libertad sexual y defensa de la vida de la mujer frente a la violencia de género. Los 82 millones de turistas que recibimos al año no sólo vienen para ir a la playa, ver museos o disfrutar de nuestra gastronomía. Lo hacen también porque en España se respira la libertad. Esa clase de libertad que se consiguió a costa de sufrimiento, de mucho dolor.

Por todo ello, ante la celebración de unas nuevas elecciones generales en un tiempo tan cercano a las últimas, lejos de parecerme un hecho negativo me produce una gran alegría y una enorme satisfacción volver a ejercer el derecho al libre voto. Frente a esos agoreros a los que las urnas parecen molestar una nueva votación supone siempre que, el recuerdo de aquellos que dieron su libertad o su vida porque algún día hubiese en España un sistema de libertades que garantizase la igualdad de oportunidades, se haga presente con nuestro profundo agradecimiento. Con independencia de que no se haya podido lograr formar Gobierno con unas mínimas garantías de estabilidad, que la ciudadanía pueda volver a elegir sus representantes en las Cortes Generales supone cumplir el sueño de aquellos que durante años abogaron y lucharon por tener esta posibilidad. Da igual la ideología que tuvieran. Así, estos días me acuerdo de Gregorio Marañón, Ortega y Gasset, Juan Negrín, de Miguel Hernández, de Chaves Nogales y de Francisco Giner de los Ríos.

El próximo domingo iré a votar con mis hijos. Uno meterá un sobre en la urna del Congreso de los Diputados y el otro en la del Senado. Nos haremos una foto y volveremos a casa cantando alguna canción. Ellos se reirán de mí, de lo mal que canto, y yo me estremeceré, una vez más, de la luz arrebatadora que desprenden sus sonrisas. Tal vez les enseñaré los versos y la melodía de una canción de Jose Antonio Labordeta. Aquella que dice «Habrá un día en que todos / al levantar la vista / veremos una tierra que ponga libertad».