n menos de un año, la ultraderecha ha pasado de ser material de especulación periodística y de investigación sociológica a tener opciones para convertirse en la tercera fuerza política del país. En el vertiginoso sprint que va entre las elecciones andaluzas y los comicios del próximo domingo, Vox ha conseguido una notable representación de diputados en el Congreso y en los parlamentos autonómicos, ha logrado un buen número de concejales y ha contribuido a apuntalar unos cuantos gobiernos conservadores con el PP y Ciudadanos. Sin rebajar ni un ápice su mensaje anclado en lo más hondo del franquismo, este partido ha roto todas las previsiones y ha convertido en papel mojado todos aquellos análisis que lo condenaban a convertirse en un movimiento marginal, destinado a tener una existencia fugaz en el enloquecido panorama de la política nacional. Por muy duro que resulte reconocerlo, la formación que dirige Santiago Abascal está ahí para quedarse y para jugar un papel de peso en los futuros equilibrios políticos del país. Lo que hace unos meses era un horror apenas anunciado ya forma parte de nuestra extraña normalidad.

Mientras los líderes de los diferentes partidos se echan las culpas unos a otros por el despegue de la extrema derecha, la realidad nos dice que el asunto es mucho más complicado. El espectacular crecimiento de una opción electoral que exhibe con orgullo un ideario cargado de xenofobia, de machismo y de referencias antidemocráticas es el producto de una letal combinación de elementos, en la que entran a partes iguales el miedo de un sector de la ciudadanía ante una paisaje cívico marcado por la incertidumbre y la incompetencia de una clase política incapaz de enfundarse el traje de faena para bajar a la calle a resolver los problemas que preocupan a la gente.

Para explicar la llegada de este invitado imprevisto es imprescindible darle un vistazo al contexto. El éxito de Vox se produce en un país que tras soportar una durísima recesión económica, se sumerge en una interminable crisis de inestabilidad institucional, que se ha visto favorecida por el recrudecimiento del problema catalán. Cuatro elecciones generales en cuatro años y un sentimiento general de decepción con la política tradicional son un terreno perfectamente abonado para que dé su fruto el huevo de la serpiente de la extrema derecha. En tiempos de confusión, crece la demanda de respuestas simples y de propuestas demagógicas. Los hombres de Santiago Abascal han llegado en el momento oportuno con un camión cargado hasta los topes de este tipo de material tóxico y se han limitado a recoger la amarga cosecha de la desesperación.

Ahora, mientras los dirigentes de Vox pasean su estudiada chulería por debates electorales y por programas televisivos de variedades, llega el momento de las lamentaciones ante la consolidación de una fuerza política cuya presencia supone un grave problema añadido para una democracia española que vive uno de los momentos más delicados de su corta historia. De momento, las reacciones a esta convulsión son poco esperanzadoras. La derecha considera que las bravatas del partido de Abascal, incluidas sus amenazas de ilegalizar partidos como el PNV o Compromís, son pecadillos menores disculpables para alguien que les hará falta para apoyar futuros gobiernos. La izquierda, por su parte, ha decidido practicar una de sus más acreditadas habilidades: la de escandalizarse y rasgarse las vestiduras sin hacer nada sustancial para salir del atolladero.

Un país, que durante décadas presumió de la inexistencia de la extrema derecha, contempla ahora sorprendido cómo todas las encuestas ratifican la conversión de Vox en un interlocutor permanente de la escena política nacional. La situación es el resultado de un fracaso colectivo y parece difícilmente reversible. Sólo un drástico cambio de las formas de hacer política -muy improbable en estos tiempos de urgencias y corto plazo- impediría que en nuestro debate político se enquiste durante años una amenazante opción, que desprecia los principios más básicos de la democracia y que propone como solución a todos nuestros males el regreso a algunos de los tramos más siniestros de nuestro pasado.