Es muy conocida la breve tregua improvisada que tuvo lugar durante la Primera Guerra Mundial entre contendientes alemanes y británicos en las Navidades de 1914. El día 24 de diciembre soldados alemanes empezaron a celebrar la Navidad con cánticos, en particular con el conocido villancico Noche de Paz, que fue coreado desde las trincheras británicas, iniciándose así una confraternización que les llevó a romper el frente y encontrarse, intercambiar licores y obsequios, recitar juntos el salmo 23 («Aunque camine por un valle oscuro no temeré mal alguno?») y celebrar funerales y enterramientos de los muertos.

En aquella estrecha y martirizada franja de tierra conocida desde entonces como «tierra de nadie», los muertos de un bando y otro se amontonaban sin poder ser recogidos ni enterrados por sus compañeros de armas. Que los vivos no se dejen unos a los otros enterrar a sus muertos es tanto como querer matarse entre sí, porque nada salvo esa amenaza evita que los hombres den sepultura a quienes aman o aprecian.

Por eso, la paz solo se consuma cuando todos pueden enterrar a sus muertos. No hay armisticio que no incluya a los muertos. Por el contrario, las disputas sobre los muertos son la forma con la que la guerra y sus motivos siguen latentes entre los vivos, convirtiendo la tierra de nadie en cuestión, es decir, el espacio de lo común y de lo público en un lugar de trincheras enfrentadas. A eso se parece España desde hace unos años, sin que nadie entre los responsables parezca querer poner la generosidad y hombría de bien necesarias para evitarlo.

Los españoles cuyas familias pelearon y murieron en el bando republicano y que siguen sin poder localizar sus cuerpos y sin poder darles sepultura, se merecen de todos los demás el apoyo para poder cerrar esa dolorosa herida y enterrar a sus familiares sentida y honorablemente. Mientras eso no sea posible, España sigue siendo una tierra de nadie entre trincheras abiertas, por soterradas que estén.

Pero buscar y enterrar a los propios muertos para denigrar y deshonrar a los ajenos no es consumar el armisticio sino querer ganar con los muertos lo que no se ganó entre los vivos, a saber, la guerra y, por tanto, continuarla por otros medios.

Para que los vivos puedan vivir en paz es necesario que todos hayan puesto sus muertos a descansar en paz, tanto en sentido físico como moral. Y para lograrlo no hay otro modo que salir de las trincheras y tomar lo honorable y lo vergonzoso que nuestros muertos hicieron como propio y de todos, como parte de la historia común que hay que asumir y superar sin convertirla en arsenal de rencores y oprobios contra los demás.

La expresión inglesa análoga a tierra de nadie es «no man's land», y aunque la traducción literal traiciona su sentido original, lo cierto es que donde los vivos no dejan descansar en paz a los muertos de unos o de otros, los muertos se vengan convirtiendo aquellas sociedades en lugares que no son de hombres, no al menos de hombres en paz.

Cualquier forma de memoria histórica que no tenga por objetivo la reconciliación es una forma de perpetuar las hostilidades que debería merecer los unánimes reproches públicos, precisamente por poner en peligro un bien común de capital importancia. Como debería recibir reproches cualquier político o ciudadano que hiciera de la guerra motivo de discordia en el presente. Que entre nosotros la ley de memoria histórica no se pudiera hacer por culpa de unos y de otros como una celebración común de la reconciliación es, sencillamente, algo que nos denigra a todos.

Abusar secuazmente de la Transición para utilizarla como el último acto de una reconciliación supuestamente consumada que deslegitima toda recuperación histórica de la memoria y de los difuntos ajenos, es consumar el malogramiento de su significado histórico de reconciliación entre las actuales generaciones.

Pero pretender la inculpación ajena mediante la victimización propia que implica la supuesta defensa de la democracia que habría animado al bando compuesto por ideologías y partidos confesa y entusiastamente revolucionarios y partidarios de regímenes tan totalitarios y crueles como los fascistas, es un revisionismo sectario que vuelve a abrir tras de sí las tumbas que dice querer cerrar.

Los muertos, los de todos, se merecen que los dejemos descansar en paz, y si lo hacemos nos dejarán a su vez estar en paz entre nosotros, los vivos. La política debería ser el espacio para atenuar y resolver los conflictos, para reconducirlos hacia una convivencia tan pacífica y restaurada como sea posible. Pero en vez de eso, nuestros políticos y sus partidos se han convertido exactamente en lo contrario.

Los hombres de bien que no han podido evitar tomar parte en una guerra a la que han sobrevivido, no suelen ufanarse de lo que tuvieron que hacer, ni tienen una visión maniquea que deshonra a todos los que fueron sus enemigos, sino que parecen heridos por la convicción de que tienen mucho que perdonarse, porque la guerra pocas veces saca lo mejor de cada uno.

Es sencillamente injurioso para los muertos y para todos, que los nietos y los bisnietos de aquellos emulemos lo peor de lo que hicieron y padecieron, resucitando pendenciera y miserablemente las discordias que los enfrentaron hasta darse muerte los unos a los otros, y perpetuándolas simbólica y emocionalmente en nuestra vida política, precisamente desenterrando o impidiendo enterrar a los muertos de unos y de otros.

¿Tan difícil es tener, como todos, una historia y no querer convertirla en una trinchera contra los demás? ¿Tan difícil es no convertir las tumbas en trincheras?

Un país en paz es un lugar donde los muertos descansan en paz, sobre todo los que se mataron entre sí defendiendo lo que estimaban que valía tanto como su propia vida. Y una sociedad en paz es aquella donde los vivos pueden llorarlos y recordarlos: humano viene de humus, tierra, e inhumar es poner en la tierra y en lo humano al muerto y al vivo que lo entierra.