En numerosas ocasiones de nuestra vida adoptamos actitudes angustiadas más o menos justificadas, a las que nuestros interlocutores no dudan en recriminarnos con la consabida sentencia: «no hagas un drama de esto». Efectivamente, muchas veces magnificamos nuestros sentimientos desarrollando y sintiendo una congoja innecesaria. Con ello, con dicho proceder, tal vez lo que intentamos es lograr el interés de los demás, para así impresionarlos ante la situación que subjetivamente nosotros mismos nos hemos creado.

Por el contrario, otras veces, las personas se escudan ante los hechos que se encuentran, ya se hayan generado espontánea o involuntariamente recurriendo a desdramatizarlos, para así eliminar ardor y tensión.

Todo ello, podría ser aplicable ante la muerte y en su forma de entenderla. De lo que tenemos algunos ejemplos en otras culturas, en las que se asume la ausencia de los seres queridos en la esperanza de que todos los años acudan junto a sus deudos. Sin embargo, para nosotros, salvo excepciones no es así, a pesar de haber ejercitado las bondades en el trascurso de nuestra vida, siguiendo la línea de actuación que el Sabio Caralampio nos dice en una de sus frases de «Mundología Caralampiana»: «Si quieres dormir bien, obra bien, porque en este mundo todo termina».

De aquellas excepciones que decíamos, hemos de reconocer que existen algunos ejemplos, muy pocos por cierto, ya que la situación ante el hecho de la muerte de un ser querido, se presta poco a desdramatizar ante el dolor que se vive. De estos ejemplos, nos viene a la memoria ese dicho que creo haber oído en más de una ocasión: «No hay boda sin llanto, ni funeral sin risas». Recuerdo, cuando el finado estaba depositado en el domicilio familiar al no existir todavía el invento de los tanatorios, y el velatorio se efectuaba durante toda la noche, al margen de los rosarios que se pudieran rezar, entre café y café, entre las conversaciones de familiares y amigos que los acompañaban siempre solían salir a relucir algunas anécdotas que eran acompañadas de risas y bromas. Incluso en alguna ocasión si se guardaba silencio y en ese instante se producía algún ruido, además del susto que generaba, generalmente había alguien que recordaba aquellos versos del Tenorio: «Los muertos se han de filtrar/ por la pared, ¡adelante!». Por supuesto, que ello no motivaba ninguna gracia a los familiares más cercanos.

Pero, si de desdramatizar se trata, recordemos con qué alegría había planteado un vecino de Orihuela el día de su entierro. Me refiero a un hecho acaecido en 1988, cuya primera noticia se publicó en «La Verdad» el 28 de diciembre por Pablo Riquelme, dando lugar a que se pudiera pensar que era una inocentada. Sin embargo se ratificaba días después por él mismo.

Pero, el hecho en sí es que un vecino de la pedanía de El Badén, Antonio Tortosa Murcia, que había fallecido el fin de semana anterior a la edad de 84 años, viudo y sin descendencia para más señas, dejó en su testamento una cláusula que se acató, tal como él había establecido en sus últimas voluntades. En dicha manda dejaba cincuenta mil pesetas de las de entonces para que durante su entierro lo acompañase una charanga interpretando «rumbas y pasodobles». Como debía ser, se cumplió su voluntad y así llegó el féretro hasta el cementerio de Rafal, en la tarde del segundo día de Navidad, donde fue inhumado el cadáver. La agrupación musical que intervino fue «Los Envidiosos».

Pero no todo fue así, ya que el generoso vecino había dejado también otra manda de cincuenta mil pesetas, para que durante el sepelio los amigos y familiares disfrutasen con una merienda. De esta forma, desde su domicilio en El Badén hasta el cementerio de Rafal se hizo una parada en el bar «Los Nietos» para cumplir con el deseo del finado. En la despedida del duelo, tras haberse interpretado las piezas musicales que deseaba, la charanga interpretó el «Himno a Valencia», ante la emoción de todos los presente.

Así, este buen hombre intentó desdramatizar ese momento, aunque había puesto en sobre aviso a familiares y amigos que «al que no entre a hacerme el alboroque en mi entierro, le saldré por la noche y le haré cosquillas en los pies».

Así este vecino logró evitar congojas, ardor y tensión entre familiares y amigos, transformándolas en alegría y buenos recuerdos.