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Juan R. Gil

Análisis

Juan R. Gil

Ajuste de cuentas

Si la definición sigue siendo válida en estos tiempos, habrá que concluir que en la Comunitat Valenciana tenemos un Ejecutivo, pero el proyecto político que debería darle sentido empieza a desmoronarse

Hace años, cuando empezábamos a aprender los rudimentos del funcionamiento de las instituciones democráticas, se nos enseñaba aquello de que «los presupuestos son la expresión cifrada de un proyecto político». Si la definición sigue siendo válida en estos tiempos, habrá que concluir que en la Comunitat Valenciana tenemos un Ejecutivo, pero el proyecto político que debería darle sentido empieza a desmoronarse.

El espectáculo que los socios del Botànic II acaban de dar con la aprobación de los presupuestos de la Generalitat para el próximo ejercicio, incluyendo gritos y carreras de última hora, ha puesto de relieve hasta qué punto el mayor valor que la izquierda fue capaz de atesorar en la legislatura pasada, tras veinte años fuera del poder, el de lograr conformar, con dos partidos, un solo gobierno, ha quedado en apenas unos meses de este segundo mandato despilfarrado. Ya no hay un gobierno, hay varios. Lo que es un pasaporte seguro al fracaso.

Es cierto que aprobar un presupuesto el mismo día en que comienza una campaña electoral no es, precisamente, la más feliz de las ideas. Pero la semilla del mal poco tiene que ver con esta convocatoria que nos llevará a las urnas otra vez el 10 de noviembre próximo, sino que quedó plantada el pasado mes de abril, cuando también fuimos a elecciones generales pero el president de la Generalitat adelantó las autonómicas para hacerlas coincidir. Puig siempre ha defendido que no hizo aquel anticipo para buscar ventaja, sino para garantizar la supervivencia del gobierno de izquierdas en la Generalitat, porque unas elecciones autonómicas celebradas dos meses después hubieran podido suponer el hundimiento de Podemos y que el bloque de la derecha sumara más que el de la izquierda. Pero Compromís, en general, y Mónica Oltra, en particular, recibieron aquello como una traición que no han perdonado y a partir de la cual nada ha sido lo mismo en las reuniones del pleno del Consell.

El nacimiento del propio Ejecutivo autonómico tras esas elecciones ya fue un parto con forceps que dio lugar, discúlpenme por el ejemplo, a una criatura deforme, con inexplicables cruces de competencias entre Podemos y Compromís y entre Compromís y el PSPV que mantienen desde entonces paralizada la acción de gobierno en áreas esenciales. El día después de aquellas elecciones de abril ya se escribió en estas páginas que el deterioro de la confianza entre el PSPV y Compromís, sumado a la crisis nunca resuelta que vive en su seno Compromís y a la posición descolocada en que había quedado a la postre quien había sido hasta ese momento su líder indiscutible, Mónica Oltra, se constituirían en el mayor factor de desestabilización que iba a pesar sobre el Ejecutivo en esta nueva etapa. Así está siendo. Nos encontramos en la llamativa situación de que Podemos, a pesar de su falta de cuajo y de solvencia entre sus dirigentes, se está comportando con mayor sentido común que sus socios en las situaciones difíciles que se vienen sucediendo, mientras que la pelea entre socialistas y Compromís va in crescendo cada día que pasa, hasta el punto de que la elaboración de un presupuesto haya acabado convirtiéndose en un ajuste de cuentas.

Gestión y política. Así que de una parte tenemos un gobierno de la Generalitat cada vez más presidencialista, donde por el lado del PSPV sólo hay una figura: la de Ximo Puig. Todos los demás consellers socialistas (ya sea Ana Barceló como Gabriela Bravo; ya un Vicent Soler en retirada como un Arcadi España que aún no ha tenido tiempo de despuntar; no digamos de Carolina Pascual, que está haciendo un máster acelerado sobre la irracionalidad en la función pública) están en la gestión, pero no en la política. Siguen un camino, pero no marcan derrotero. Es Puig, a veces con iniciativas realmente loables, otras con promesas de discutible cumplimiento y en algunos casos con lo que sólo cabe calificar de ocurrencias, el que concentra en su figura todo el poder, todo el impulso y toda la representación. Se me dirá que, por definición, todo gobierno es presidencialista. Pero eso es matizable y sólo hay que repasar lo que ocurre en otros ejecutivos: si miramos al que ahora mismo está en funciones en España, es evidente el peso de Pedro Sánchez, pero también existen figuras como las de Ábalos o Carmen Calvo. Y lo mismo pasa, por buscar el ejemplo de un gobierno de signo contrario, en Andalucía, donde el presidente Moreno tiene en su propio partido consejeros de peso como el de Presidencia, Elías Bendodo. Quiero decir, que aunque haya una figura máxima, hay varios interlocutores ante la sociedad, cosa que no ocurre aquí. No ocurre con el Consell, pero mucho menos aún pasa con el partido. Dado que Puig está evidentemente aburrido de él, el PSPV ha desaparecido de la escena pública. ¿O alguien recuerda algún pronunciamiento de los socialistas como fuerza política y no como simple tramoya?

Decía que esa era una parte: la que incumbe al socialismo. En la otra, en la de Compromís, está ocurriendo justo lo contrario: han pasado de un liderazgo indiscutible, el de Mónica Oltra, a una lucha por el poder que no sólo tiene que ver con la ambición por la primacía, sino también por el problema jamás resuelto de la identidad. ¿Compromís es una fuerza de izquierdas o nacionalista? No es lo mismo, en ningún sentido, como puede verse cada vez que hay un pico en el conflicto catalán, y esa indefinición les acarrea un coste mayor conforme se suceden las elecciones, que últimamente se producen a ritmo anual. Los resultados del pasado abril fueron unos malos resultados para Compromís, aunque la diferencia entre las papeletas cosechadas en la urna nacional y las recogidas en la autonómica y, en casos como València, la municipal, muchas más, contribuyeron a paliar en buena medida la sensación de desastre. Pero lo cierto es que una fuerza política que llegó a aspirar con fundamento a ser la primera entre la izquierda, superando a los socialistas, e incluso a ser la más votada en términos absolutos en la Comunitat Valenciana, vio como esa aspiración se esfumaba. Sus escaños siguen siendo, por ahora, necesarios para conformar un gobierno progresista en la Generalitat. Pero Compromís dejó de jugar en Primera División en abril pasado y ahora disputa la liga en Segunda. Su presencia, y su influencia, ha disminuido de forma muy notable y en un territorio como Alicante, que representa el 34% del censo, ha caído a niveles impensables la legislatura anterior, por mucho que el espejismo que representa Gerard Fullana, capaz de marcar él solo la agenda política de una plataforma tan formidable como la Diputación Provincial, ayude de momento a trasladar la sensación de que sigue siendo una fuerza política decisiva. No es así: en Alicante ya no lo es.

Disparates. Lo sucedido con la negociación, si es que se la puede llamar así, de estos presupuestos de la Generalitat para 2020, con decisiones disparatadas (e incluso jurídicamente discutibles) como la de que el dinero de competencias adjudicadas a la Conselleria de Innovación en el decreto mediante el que se creó sea manejado por la conselleria de Economía, puede parecer una victoria para Mónica Oltra, que se mantuvo en el órdago de que las consellerias de Compromís crecieran a costa de las dirigidas por los socialistas en tiempos de congelación aun a riesgo de que el Consell saltara por los aires. Pero mucho me temo que la victoria resulte pírrica porque en el fondo no tenía otro objetivo que el consumo interno: el trasladar una imagen de fortaleza en el seno de Compromís. Pero lo que cuenta no es lo interno, sino lo exterior. Así que el parte definitivo del estado de salud de cada uno de los miembros de este Botànic II no se emitió el viernes, sino que se conocerá el 10 de noviembre, cuando se abran las urnas. Y todo indica que a Compromís, en este escenario cada vez más polarizado, no le va a ir mucho mejor ahora, pese a su alianza con Errejón, de lo que le fue hace seis meses en solitario. Si así no fuera, si Compromís obtuviera el próximo domingo un buen resultado, las tensiones dentro de la coalición tendrían todavía una oportunidad de reconducirse; pero si le va mal, los llamados gurkas del Bloc empezarán a preparar, o la sucesión, o la ruptura.

Esos resultados del 10N, fruto de la campaña menos electrizante que se recuerda a pesar de lo mucho que nos jugamos, van a marcar más que estos presupuestos la política del Consell en los próximos meses. Pero puede que lo hagan en el peor sentido para la gobernabilidad de la Comunitat Valenciana, con un enfrentamiento redoblado entre las dos principales fuerzas que conforman el Botànic II. Y en ese sentido, ocurre una cosa: que Compromís, por mucho que pelee las cuentas, es una fuerza prisionera: podrá tensar la cuerda, pero no puede romperla. Aquí, el único que tiene el botón del pánico en su mano es el president Puig, que es el que a partir de la próxima primavera puede disolver las Corts. No digo que esa sea una posibilidad presente. Lo que digo es que, en política como en la vida, todo es empezar y si Puig ya lo ha hecho una vez nada le impide hacerlo otra si las cosas se ponen feas en su gobierno pero los resultados electorales le dejan ahora en una cierta situación de ventaja.

El domingo próximo, escribía unos párrafos más arriba, se comprobará la salud de cada uno de los partidos políticos en la Comunitat, no sólo en España. Pero el pasado viernes la negociación de los presupuestos ya nos dio un diagnóstico de la del Consell. Y la analítica, a la vista está, señala que el paciente está enfermo.

La ciudad dormida

La condena a inhabilitación, por prevaricación administrativa, del que fue alcalde de Alicante, Gabriel Echávarri, y dos de sus asesores, nos ha recordado esta semana las convulsiones a las que hasta hace nada estuvo sometido el Ayuntamiento de la capital y el daño que todo ello le hizo a la ciudad misma, hasta el punto de que en los últimos doce años ni siquiera había sido capaz de acabar ningún mandato con la misma persona al frente de la Alcaldía con la que lo empezaba.

El popular Luis Barcala supo ver que lo primero que necesitaba Alicante era tranquilidad. Y a ello se puso desde que una tránsfuga, precisamente tras la caída de Echávarri, le dio la vara de mando. Desde luego, no se puede decir que no lo haya conseguido. Incluso en este nuevo período, con seis fuerzas políticas representadas en el pleno, una de ellas de discurso tan radical como Vox, el Ayuntamiento parece una balsa de aceite, al menos si lo comparamos con lo que fue.

Ahora bien, una cosa es dar sosiego a una ciudad que lo estaba pidiendo a gritos y otra narcotizarla. Como una cosa es la paz y otra bien distinta el aburrimiento. Porque transcurrido ya el primer trimestre del nuevo bipartito formado por el PP y Cs parecería conveniente empezar a saber si, además de la calma chicha, el gobierno municipal y sobre todo su alcalde tienen algún proyecto de verdad serio que poner sobre la mesa. ¿Vamos a algún lado o la idea consiste en no hacer nada de importancia, limitarse a tramitar el día a día, pasarle los problemas a cualquier otra administración y quedarse a verlas venir?

Ahora hay encima de la mesa dos patatas calientes: la de los depósitos de combustible que quieren endosarnos en el puerto y la del futuro del antiguo cine Ideal. Todo indica que el concejal de Urbanismo, Adrián Santos, busca soluciones a ambos asuntos que vayan en la línea de lo que los alicantinos han manifestado en el pasado: no a los depósitos, no a un futuro privado (y me temo que especulativo) para el Ideal. Y parece que Barcala le apoya. Pero lo que se echa de menos es un plan global: ¿qué se quiere hacer con el puerto, en qué idea de ciudad encajaría el Ideal? Y marcar esa línea sí es la principal responsabilidad del alcalde. Pero no sabemos qué nos propone. Barcala debería mojarse porque la sensación de que ni siente ni padece no beneficia a nadie.

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