Lo bueno que tenemos los españoles, incluidos separatistas e independentistas que de momento también lo son, es que nos tomamos la vida del revés. El derecho es para las leyes y el revés para las desobediencias. Los desobedientes siguen siendo ciudadanos dignos e integrados en el sistema social, tanto o más que aquellos que viven del derecho o en su derecho. De este galimatías podemos desprender una verdad absoluta, que a casi todos los españoles les gusta la fiesta y la persiguen con ahínco, desobedientes de la compostura.

Es tanta la pasión que despierta en el pueblo que sus mandatarios, ya sean en funciones de «jure» o de «facto», las promocionan hasta el hartazgo, a sabiendas que el hartazón nunca llegará porque seguirá encandilado con festejar cualquier cosa. Por ese motivo, no por otro, llevamos más de doce convocatorias a las urnas en los últimos tres años. Estamos celebrando la fiesta de la democracia y nuestros ilustres políticos alimentan estos festejos para vanagloria del país.

En España gracias a nuestros próceres tenemos la oportunidad de vivir bacanales, saturnales, orgías, francachelas y demás festines, todas ellas bajo una misma denominación que podríamos llamar «festacracia», por aquello de engarzar la fiesta con el poder o el dominio de los poderosos. Si a alguien se le queda corta se puede ampliar con «demofesta» fiesta del pueblo o el pueblo en fiestas, o con otra algo más compleja pero aglutinadora y definitiva «demofestacracia», conjugando todos los elementos que nos unen en las elecciones.

Todo este exceso de celebraciones estaría justificado si no fuera por las consecuencias que nos acarrean al pueblo español. Me parece un supremo despropósito que cada vez que salimos de «demofestacracia» tengamos que repartir muchos millones de euros de los bolsillos de todos los españoles para financiar a los partidos que tienen que competir en las urnas. Y sumarle unos cuantos millones de euros más que necesita toda la maquinaria electoral.

Empezamos a echar de menos el falso bipartidismo porque, aunque nos guste mucho salir de fiesta, no queremos esquilmar nuestra cartera de esta forma tan anodina. Entre dos el dialogo es más sencillo, sobre todo porque al final quien partía y repartía, eran y son los partidos nacionalistas, es decir, las minorías minoritarias. Ahora un diálogo entre seis se hace imposible y, con toda seguridad, seguiremos con más «demofestacracias» porque conseguir una cuota de poder suficiente para salir de este impase parece ilusorio. Menos mal que siguen ahí los nacionalistas que seguro que arreglan el entuerto.