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Javier Llopis

Con el agua al cuello

Javier Llopis

Los chicos del casco

Duelen, por repetidas, esas imágenes de jóvenes periodistas intentando informar a pie de obra sobre los incidentes callejeros de Cataluña, mientras caen sobre ellos oleadas de insultos, de empujones, de violentas interrupciones de su trabajo y de todo tipo de objetos contundentes. La batalla diaria de estos entusiastas reporteros -obligados a ir a trabajar con casco- debería avergonzar a todos aquellos ciudadanos de bien que creen que el periodismo libre es uno de los pilares de la democracia y, en general, a todas las personas que sienten un mínimo respeto por alguien que ejerce la sacrosanta función de ganarse la vida con el sudor de su frente, aunque sea armado de un micrófono en medio de una avenida por la que vuelan los cascotes y las balas de goma. Algo muy raro le pasa a una sociedad que asume (y en algunos casos extremos hasta justifica) como un hecho normal unos ataques al ejercicio de la libertad informativa impropios de un país europeo, que se jacta de pertenecer al mundo civilizado. Alguna avería muy gorda ha sufrido la consideración pública de la profesión periodística para que el Vía Crucis de estos informadores de primera línea acabe incluido, como un elemento más, dentro de ese reluciente paquete televisivo para regalo en el que la información se convierte en un espectáculo.

Cabrea la hiriente desconsideración de sus propios jefes hacia unos comunicadores que están ofreciéndonos noticias de primera mano, en tiempo real y en medio de los riesgos de una zona de conflicto. Indigna ver cómo sus intervenciones se convierten en una nota de color en medio de los insufribles debates protagonizados por unos talludos y pedantes tertulianos, que hace siglos que no pisan la calle y que a pesar de su desconocimiento de la realidad, pontifican sobre estos sucesos con la autoridad que da ser expertos en todo. Mosquea hasta niveles enervantes, el convencimiento de que los popes que divagan desde la comodidad de un sillón se están levantando un pastón gracias a la fuerte demanda de sesudos analistas generada por el conflicto catalán, mientras que la sufrida clase de tropa se arriesga a que le rompan la cara surfeando por las olas de precariedad laboral y de miseria económica que llevan años enseñoreándose de buena parte del periodismo español.

Vivimos unos tiempos extraños, en los que los míticos corresponsales de guerra no se comerían ni una puñetera rosca, ya que serían sustituidos por una horda de especialistas en «todismo», capaces de hacer diagnósticos sobre graves problemas internacionales manteniéndose alejados de unos escenarios que están situados a miles de kilómetros, mientras engordan sus discursos con un par de vistazos a la prensa extranjera y con un copia y pega de algún articulista de postín.

El desprecio a los chicos del casco, los que arriesgan el pellejo para contarnos las cosas, revela una preocupante tendencia en los gustos del consumidor de noticias. Miles de ciudadanos parecen haber renunciado al derecho a recibir información y al esfuerzo de hacer una reflexión personal sobre el material de actualidad. A cambio de eso, prefieren una pandilla de bocazas que les digan quiénes son los buenos y quiénes son los malos, mientras les hacen un retrato de situación que se adapta al milímetro a los gustos ideológicos de un determinado partido o de una determinada corriente de opinión.

En medio de un panorama comunicativo en el que la opinión prima sobre la verdadera información, la accidentada presencia televisiva de los chicos del casco nos reconcilia con el auténtico periodismo. Los esfuerzos de estos profesionales; sus agobios para hacerse oír en medio de un mar de barricadas humeantes y de gritos nos devuelven el orgullo por una profesión que consiste básicamente en ir a los sitios, enterarse de lo que está pasando y contárselo a la gente. Puede que ninguno de ellos reciba galardones ni grandes distinciones profesionales, pero nadie les podrá negar el honor de haber estado ahí, en primera fila, contándonos la Historia en directo.

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