Hasta finales del siglo XX el mortecino tiempo otoñal de los primeros días de noviembre estaba marcado en España por dos festividades católicas que hundían sus raíces en muchos siglos de tradición: la festividad de Todos los Santos, el día 1, y la conmemoración de los Fieles Difuntos, el día 2.

Con la fiesta de Todos los Santos la Iglesia católica desde el siglo VIII honra a los santos, conocidos y desconocidos, que no tienen una fiesta propia en el calendario litúrgico. En este día la Iglesia recuerda que Dios nos llama a todos a la santidad y que todos podemos ser santos sin necesidad de realizar milagros, sino simplemente haciendo las cosas habituales extraordinariamente bien, con amor y por amor a Dios, siendo conscientes de que se nos van a presentar algunos obstáculos como nuestra pasión dominante; el desánimo; el agobio del trabajo; el pesimismo; la rutina y las omisiones. Es un día especial dentro del calendario de otoño, teniendo su continuación el 2 de noviembre, que es el día de los fieles difuntos, conmemoración un tanto más tardía, que se originó en el gran monasterio francés de Cluny, el 2 de noviembre de 998, cuando San Odilo, su quinto abad, decidió rezar por el descanso de «todos» los muertos. Hasta entonces, en Cluny, se estilaba celebrar preces, psalmi, por los protectores laicos, vivos o difuntos, pertenecientes a los linajes aristocráticos europeos, porque esto favorecía las donaciones de los poderosos, muchos de los cuales formaban parte de la orden. Lo que hizo San Odilo fue «democratizar» los psalmi, extendiéndolos un día al año a todos los finados, pobres incluidos. La iniciativa caló profundamente en Francia, Roma la adoptó en el siglo XIV y gradualmente se expandió a toda la Iglesia. Por eso, en España y en otros muchos lugares del mundo todavía se continúa con la tradición de honrar y traer a nuestra memoria a las personas que han muerto. Los cementerios se llenan de flores. Las familias recuerdan aquellos seres queridos que fallecieron, que están ya en la plenitud eterna...

Y había todo un ceremonial civil que enmarcaba ambas fechas: la degustación de dulces como los «huesos de santo» y los «buñuelos de viento», además de las representaciones en multitud de teatros de toda España de Don Juan Tenorio, el drama en verso de Zorrilla, que siempre emitía Televisión Española, con la intervención de actrices y actores de máxima popularidad. En Madrid, por ejemplo, había años en los que Don Juan Tenorio se escenificaba en varios teatros simultáneamente, incluso con el reclamo de contar con las escenografías que Dalí creó para tal obra. En Alicante don Tomás Valcárcel, con sus famosas huestes, también solía dirigir representaciones del Tenorio, dando especial espectacularidad a las escenas del carnaval, con el que comienza la obra, y a los efectos «mortuorios». Porque el motivo de que el drama de Zorrilla se representase en estas fechas es, precisamente, el protagonismo que tienen en él los difuntos.

Pero, ¿qué niño o adolescente de ahora sabe algo de esto? Actualmente el consumismo y la globalización han extendido una fiesta típicamente estadounidense por todo el mundo y nuestro país no ha sido menos. Comercios y establecimientos diversos se preparan para esta fecha, adornándose con telarañas, calabazas, murciélagos y decorados de color negro, morado, naranja y rojo. Niños y mayores se disfrazan de fantasmas, vampiros, calaveras o demonios, porque han abrazado la costumbre de Halloween, que algunas películas «de miedo» popularizaron, con sus corolarios del «truco» o «trato» enmarcando esa noche de brujas, derivada de la festividad céltica del «Samhain», por la que se establece una conexión con los espíritus de los difuntos que entonces tenían autorización para caminar entre los vivos, dándosele a la gente la oportunidad de reunirse con sus antepasados muertos. Más tarde, los cristianos calificaron las celebraciones celtas como una práctica herética, demonizando sus creencias, pero cristianizando sus festejos. De este modo, el «Samhain» pasó a ser la festividad de Todos los Santos, de donde deriva el nombre inglés de Halloween (contracción de All Hallows' Evening, «Noche de Todos los Santos»). Y a mitad del siglo XIX, cuando los primeros inmigrantes irlandeses arribaron al continente americano, eran portadores tanto de las ancestrales costumbre celtas como de su reflejo cristianizado. De este modo, en la noche del 31 de octubre al 1 de noviembre las dos festividades se fusionaron combinando la visita a los cementerios con fiestas de disfraces de temática terrorífica para ahuyentar los malos espíritus. La noche de Halloween simboliza la puerta que separa el mundo de los vivos del de los difuntos, pues era la fecha elegida por los espíritus para salir en procesión. Y como para guiar a los difuntos en su marcha los pueblos de origen céltico ahuecaban nabos y los rellenaban de ascuas iluminándoles así el camino de regreso al mundo de los vivos, cuando los irlandeses llegaron a América sustituyeron los nabos por calabazas. De ahí toda la simbología actual en torno a este vegetal durante la festividad de Halloween.

Desde luego, habrá que aceptar como irreversible el afianzamiento de costumbres en nada superiores a nuestra secular cultura, pero que, avaladas por una apología consumista de lo más tétrico, nuestra juventud recibe con entusiasmo, pues la propaganda que las favorece tiene, también en esto, una fuerza arrolladoramente «monstruosa».