Los gobiernos que concentran el poder en un pequeño grupo de personas se denominan oligarquías, caracterizándose por controlar el conjunto de las políticas del Estado a favor de sus intereses. Para ello, monopolizan la economía, desplegando un amplio dominio sobre el poder político, al tiempo que ejercen una concentración progresiva de los recursos a su servicio. El resultado es un acaparamiento de la economía en beneficio de estos oligarcas, generando una desigualdad creciente en el reparto y acceso a los recursos, causando procesos de acumulación de riqueza, de renta y poder a costa de aumentar los sectores empobrecidos. El resultado es el debilitamiento de los sistemas democráticos, aumentando la injusticia y la impunidad.

En un mundo cada vez más dislocado por las profundas desigualdades que están dañando las bases de la convivencia, se abre paso con fuerza una nueva forma de concentración de poder, de riqueza y de control nunca antes visto, de la mano de las grandes corporaciones y monopolios digitales. Hasta el punto que se está produciendo una reconfiguración silenciosa de la economía y también del poder político en todos los países, de la mano de poderosas empresas tecnológicas especializadas en uno de los productos más valiosos en estos momentos: los datos personales.

La fuerza de un poder financiero desregulado junto al avance imparable de las tecnologías digitales están convergiendo para impulsar una transformación acelerada de la humanidad, muy por delante de la capacidad de estados y gobiernos para proteger los derechos de los ciudadanos, evitando impactos sociales y ambientales en algunos casos irreversibles que ya se están causando. Pensemos, por ejemplo, en los fabulosos procesos de concentración de riqueza, de tecnología e información que en torno a eso que se ha llamado «big data» se están produciendo en el mundo junto a sus efectos dañinos en términos de desigualdad global.

Toda esta revolución está desplazando muy rápidamente los centros de producción y acumulación de capital, desde los bancos y las empresas financieras hasta las plataformas tecnológicas, que en lugar de generar beneficios a través del dinero lo hacen por medio de los datos personales, que se han convertido hoy en día en el insumo más valioso y codiciado para crear riqueza, ejercer control y desplegar servicios con un alto valor añadido. Pero en este proceso se están cambiando, también, las reglas económicas y, por supuesto, los marcos jurídicos habituales, de manera que, en lugar de crearse valor, se extrae a través del procesamiento de datos, mediante sofisticados algoritmos de los registros que vamos dejando en lo que hacemos en los diferentes ámbitos de nuestra vida.

Esa acumulación ingente de datos personales de todos nosotros proporciona una materia prima valiosa y gratuita, generada en nuestros espacios personales, profesionales o relacionales, sobre los que perdemos no solo el control y su utilización, sino incluso la capacidad de decisión sobre su venta, cesión o el procesamiento de una materia prima que contiene registros de nuestras vivencias, de buena parte de nuestros deseos y, en definitiva, sobre nuestro comportamiento. Esta nueva economía de datos está transformando de manera tan profunda a la humanidad que está haciendo saltar por los aires las reglas y derechos esenciales a base de capturar una cantidad ingente de información de las personas, desarrollando un extractivismo tecnológico que ha llevado a cuestionar el concepto mismo de propiedad privada. Un bien tan valioso como los datos personales que generamos con nuestros comportamientos y experiencias ya no son nuestros, sino que se han convertido en una valiosa mercancía en manos de poderosas corporaciones transnacionales que los utilizan para obtener ingentes ganancias.

Naturalmente que los servicios digitales han generado avances enormemente valiosos para la humanidad, pero a medida que las tecnologías digitales avanzan, extendiéndose la captación de información sobre las personas, así como la acumulación y el procesamiento de datos de la mano de sofisticados procesos algorítmicos, surgen también nuevos usos que dañan nuestros derechos, sin que seamos conscientes de ello. Actualmente se intenta anticipar nuestras decisiones de compra o de consumo, de condicionar nuestros gustos o actitudes, de clasificarnos en base a nuestras actitudes políticas o comportamientos sociales, e incluso de desplegar medidas policiales o de seguridad en base a la información que se obtiene de nuestros datos personales. Y todo ello sin conocimiento ni control personal o judicial alguno.

Es así que estas nuevas oligarquías digitales avanzan, no como una nueva clase social, sino como una poderosa categoría política que, centrada en sus propios intereses, despliega un poder y un dominio cada vez mayor sobre los gobiernos, la economía y la sociedad. En la actualidad, quien accede y controla los datos dispone de un dominio global que es el que despliegan estas oligarquías digitales.

Claro que las tecnologías digitales, los macrodatos y la utilización de algoritmos pueden mejorar extraordinariamente la vida de las personas, su salud, los servicios públicos, el bienestar y la prosperidad, pero para ello se necesita de una regulación mucho más amplia de la que actualmente existe, evitando así que sirva de excusa para dar una nueva vuelta de tuerca para avanzar hacia un mundo todavía más desigual e injusto.