Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Relojes

El domingo tendrá una hora de más. Pero, lejos de ser una ventaja, es un desvarío

Me gustan los relojes, siempre me gustaron. Tienen un algo de objeto extraordinario, la osadía de querer contar lo incontable, pequeño titán que lucha contra un dios inconmovible.

Me gustan los relojes y, de pronto, caigo en la cuenta de que jamás me he comprado ninguno. Cuantos he tenido han sido siempre un regalo. El primero, tendría yo ocho años, me duró exactamente diez minutos, lo que tardé en destriparlo. Yo no quería saber la hora, quería ver el tiempo, y traté de buscarlo dentro de aquella caja cromada que, al abrirse, dejó escapar un esqueleto de engranajes y me acarreó un castigo que entonces me pareció eterno.

Luego he tenido algunos más, pero hace ya muchos años que solo uso un viejo reloj heredado, un "Cauny" modelo Royal que fue de mi abuelo y que es más viejo que yo y que requiere cuidados, atención, algunos mimos. Cada mañana, antes de echar a vivir, me siento al borde de la cama, como antes hicieron mi padre y mi abuelo, y le doy cuerda. Ese momento en que dedico un poco de tiempo al tiempo me une con mis antepasados y me concilia con esa criatura abstracta que, como dijo San Agustín, si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé.

Y ahora, este domingo, pasado mañana, una vez más tenemos que alterarlo, modificarlo, rectificarlo. Llega el cambio de hora invernal, esa bobada cuya única ventaja es que me permite escribir una columna sobre el tiempo, decir que en octubre y marzo, que son meses mellizos, alguien decide andar enredando con las cosas que no deberían ser nunca trasteadas, de tan frágiles y tan sensibles.

De resultas de todo esto, el domingo tendrá una hora de más. Pero, lejos de ser una ventaja, es un desvarío. Un domingo con una hora añadida es del mismo tamaño que el color gris. La tarde de un domingo con una hora de más es aún más interminable, más arisca, más cerrada. Yo comprendo, como cualquiera, que hay un momento del año en que nos despertamos con un garabato de frío en el costado, una madrugada en que el verano dimite y los árboles se mecen con una brisa distinta que acentúa los silencios, y entonces te das cuenta de que es la misma ventana, la misma hora en el reloj, y sin embargo ya nada es igual. Y tienes la sensación de que te han arrebatado algo importante, como cuando te sacan bruscamente de un sueño. Y a partir de ahí la luz convalece hasta hacerse de mercurio, las tardes tienden a ser tristes como la voz cóncava del bronce, y en las plazas la claridad abandona algo suyo, mitad óxido, mitad pereza, como el humor adusto de octubre y marzo. Pero para qué la crueldad de acentuarlo cambiando la hora, añadiendo una gota más a un vaso desbordado.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats