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Pedro Rojas

La mirada perdida

Pedro Rojas

Un penalti de mal gusto

El tiempo cruza nuestro mundo sin mirar, no tiene límites, fluye calle abajo como un torrente desbocado, sin cauce posible. El tiempo es inagotable, indefinido, ingobernable. No se detiene por nadie. Es el único valor incuestionable, de ahí que malgastarlo resulte tan grosero. Quiero creer que, si Carlos Martínez pudiera volver atrás, si pudiera recorrer de nuevo el camino hacia el punto de penalti, escucharía a su compañero y entendería que la vanidad es un traje viejo lleno de arrugas que no le sienta bien a nadie, ni siquiera al «10». Los equipos también renacen con gestos, con detalles nimios en apariencia, con manos tendidas y visión periférica. Las decisiones definen a quienes las toman, y si te ves dando muchas explicaciones para justificarlas es probable que eligieras mal, que te equivocaras, que creyeras que ganabas cuando lo que ocurría de veras es que perdías la oportunidad de, con una concesión simple, hacer mil veces más por el proyecto que toda la retahíla de palabras huecas que se oyen cada vez que un futbolista trata de aparentar normalidad en mitad de una catástrofe.

Quizá le cegó la voracidad implacable del delantero, esa cualidad discutible por la que se le indulta cuando acaba jugadas en las que no es el mejor situado para conseguir el gol. Ojalá fuera eso tan prosaico lo que impulsó al futbolista con más talento del Hércules a ignorar el ruego del «9», el de un tipo sin suerte que se ata las botas cada mañana aplastado por la angustia tóxica de llevar medio siglo sin ver puerta. La otra opción, la de que fue un rasgo tan universal como la envidia lo que motivó un ramalazo de soberbia semejante, tan desubicado, tan poco inteligente, tan desatinado, esa sí que asusta. Encima de un sentimiento así resulta imposible levantar algo que no sea un espejismo. La envidia lo destruye todo, es un virus letal, una bomba atómica, y quien se encargó de llenarle la cabeza al «10» de imágenes del inofensivo Jona yendo con una carretilla a sacar dinero de las oficinas del Hércules lo tenía bastante claro.

Aquel sujeto poliédrico, convencido de que en una confrontación todo vale, echaba gasolina al fuego sin calibrar los daños. Luego se encogía de hombros y a otra cosa.

Medirse con los demás atendiendo en exclusiva al dinero que entra en la cuenta corriente es un pozo de frustración que no tiene fondo. Si dejas que el «tanto ganas-tanto vales» gobierne tus acciones estás condenado a la penuria, a ser un lastre para el grupo, a no entender que la generosidad es la razón por la que el ser humano no se extingue, que sin ella el futuro se llena de agujeros, o aún peor, de trincheras. El tiempo es una magnitud elástica y siempre encuentran acomodo las segundas oportunidades. Recomponer un vestuario hecho jirones a base de acusaciones veladas y filtraciones malintencionadas no es fácil. El domingo, a once metros de la portería, Carlos desperdició una buena ocasión de acelerar esa tarea. Vendrán otras, puede que menos evidentes, y ojalá que la reacción dentro del campo sea diferente. Eso significará que un desplante tan obsceno valió para algo bueno, para comprender que el tiempo, si vuelve, se vuelve veneno.

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