La vuelta a la normalidad, es uno de los objetivos declarados en la legislación y gestión de emergencias. Retornar a la vida cotidiana tras una catástrofe. Pero, más allá de la idea técnica de volver a la normalidad, más de un mes después de las inundaciones sufridas en nuestro territorio, merece la pena una reflexión política sobre esa misma normalidad. Pensar en qué medida cosas que veníamos considerando «normales» han contribuido a magnificar el daño padecido.

En la Vega Baja, por desgracia, ha sido «normal» un urbanismo depredador que, entre otras cosas, ha ocupado zonas inundables, impermeabilizado grandes superficies de suelo y que, en términos generales, ha destrozado el territorio sin atender a sus límites ni sostenibilidad. Ha sido «normal» desplazar la agricultura social y tradicional por un gran agronegocio que ejerce prácticas lesivas sobre el medio ambiente (relacionadas con las inundaciones). «Normal» ha sido ocupar espacios propios del río y tratar a Este como un canal de negocio privado antes que como un bien común; como «normal» fue apostar por infraestructuras que se han demostrado ineficaces y que, en algunos casos, pueden desorganizar el drenaje natural del territorio. «Normalidades» que han sido señaladas en el informe emitido por Ecologistas en Acción como causantes parciales de los enormes daños sufridos en la gota fría de septiembre.

También diversos geógrafos vienen alertando sobre el modo en que la ordenación vigente del territorio, los fallos y limitaciones de las intervenciones tras las inundaciones de 1987 o la falta de recursos técnicos están relacionadas con la magnitud del desastre. Del mismo modo, la comunidad científica insiste en que el cambio climático supondrá un aumento de fenómenos extremos como el recientemente vivido.

La cuestión no es, por tanto, cómo «volver» a la normalidad, sino cómo cambiarla. Esto es, cómo avanzar hacia un modelo de territorio basado en un desarrollo más justo y sostenible que no se base en cometer los errores del pasado. Sería irresponsable pensar que ésto será sencillo o que puede lograrse sin abrir un debate profundo, sin poner sobre la mesa medidas políticas que, no nos engañemos, no gustarán a todo el mundo, especialmente a quienes tanto ganaron (y siguen ganando) con el modelo de (sub)desarrollo vigente en nuestra comarca.

Durante las últimas semanas, sin embargo, han menudeado discursos oficiales y grandes escenificaciones de «consenso» hablando de «unidad» e «inversiones» para la Vega Baja. El problema es que debajo de esos grandes anuncios cabe absolutamente todo, incluso la nada (algo bastante típico, por cierto, de la «consensomanía» en la política ibérica). De hecho, según esos discursos, pareciera que los planes urbanísticos, las políticas hídricas o la gestión de infraestructuras decididas por gobiernos locales, autonómicos y agentes económicos, no tuvieran nada que ver en lo sucedido. De hecho, empieza a atufar un oportunismo que circunscribe todas las responsabilidades políticas a la Confederación Hidrográfica (que la tiene, y mucha, pero no es la única). Como si nadie quisiera asumir ninguna responsabilidad y se diera a entender que todo se arreglará pidiendo inversiones a Madrid y València, ignorando deliberadamente el qué, cómo, cuándo y dónde invertir debe decidirse cambiando los parámetros políticos con los que se pensaba nuestra comarca hasta ahora).

Es decir, corremos el claro riesgo de que la obsesión por forzar un consenso estéril en torno a la idea de «Fuerza Vega Baja» nos acabe condenando a la debilidad de siempre. A repetir las mismas inercias políticas, económicas y sociales que vienen décadas lastrando nuestra comarca. Un cierto grado de consenso será necesario, pero los consensos útiles no se construyen sin una discusión previa.

En paralelo, están surgiendo discursos de populismo-neoliberal en busca de rentabilidad electoral a la catástrofe. Véanse las vergonzantes declaraciones de Isabel Bonig, afirmando que los Ayuntamientos gobernados por el PP gestionaban mejor que el resto las inundaciones o a Pablo Casado exigiendo con urgencia las mismas infraestructuras que sus gobiernos jamás hicieron. Mención especial a Joaquín Albaladejo, que usaba la gota fría para vincular simbólicamente a Ximo Puig con el independentismo catalán (quizá las sinapsis neuronales y el sentido del ridículo del señor Albaladejo también se construyeron sobre la rambla de Abanilla y volaron con la bajada de la misma).

Pero, entre el «consensismo estéril» y el carroñerismo electoral, hay margen para que los daños sufridos sean un verdadero acicate para mejorar la Vega Baja. La pregunta es si seremos capaces de crear espacios de trabajo que cuenten con criterios y sectores tradicionalmente ignorados (comunidad científica, ecologistas, colectivos en defensa del territorio o urbanistas que no sean simples lobbistas del ladrillo). Si lograremos abrir un debate amplio, político -en el mejor sentido de la palabra- que ponga en la agenda medidas e intervenciones concretas (algunas de ellas, incómodas) que cambien la forma en que gestionamos nuestro territorio.

Está en juego si esta catástrofe se convierte en la coartada que alimente un discurso atrincherado, victimista, basado en "pedir" inversiones a Madrid y València para acabar haciendo más de lo mismo.

O si, por el contrario, lo sucedido sirve para construir una idea de comarca fuerte, desde la que exigir a los gobiernos autonómico y estatal que cumplan su parte, mientras los gobiernos y agentes locales y comarcales cumplimos con la nuestra: avanzar hacia una Vega Baja que empiece a cuidar tanto a su gente como a su territorio.