Continúan las protestas en Cataluña tras la sentencia del procés, cuyas páginas hoy seguimos digiriendo. Leemos a varios analistas hacer una lectura jurídica del conflicto. Se abren múltiples debates en torno a la proporcionalidad de las penas impuestas a los líderes independentistas. Lo cual parece razonable si tenemos en cuenta que la resolución del tribunal es la última notable novedad de esta amarga travesía. Sin embargo, la lectura que, a mi juicio, es más oportuna es la política, tras comprobar que un asunto de tal calado no se puede sellar a golpe de sentencia. Se vuelve a corroborar que el problema del procés deben resolverlo no nuestros jueces, sino nuestros políticos. Aquellos que deben recordar que representan a una pluralidad de ideologías, que deben atender las preocupaciones de unos ciudadanos, a quienes encomendamos la misión de resolver problemas. En ese sentido, la sentencia -ya lo estamos viendo- no sirve para zanjar el conflicto. El fallo del tribunal no logrará apagar este incendiario clima, ni servirá para exhibir una mayor calidad democrática, ni contribuirá a proyectar con mayor nitidez una buena imagen al exterior. El problema persiste, y lo más grave del asunto es que a pocos días de las próximas elecciones generales no se atisba una talla política capaz de lidiarlo con opciones de éxito. La visión extraordinariamente táctica, cortoplacista, el discurso de mensajes simples y ruidosos reproches de los líderes constitucionalistas no parecen llamar a la calma. Esta sentencia, en definitiva, seguirá sin cicatrizar este fracaso político colectivo. Un fracaso de Cataluña y de España. Perdemos todos.