Dijo a sus discípulos: "Es imposible que haya escándalos; sin embargo, ¡ay de aquel por quien vengan!" (Evangelio de Lucas, 17.1)

Ordena San Benito a sus hijos, los monjes, «no dar paz falsa» (Regla, Capítulo IV, 25). Y de eso se trata en el Valle de los Caídos. Los Benedictinos, venerable orden, tan arraigada en el imaginario occidental (San Benito es Patrono de Europa), cometió en los años oscuros el pecado de ser cómplices del monumento a la memoria del asesinato y la sangre vertida con ignominia, custodiando la fe que pudiera escaparse de una caverna de fantasmas, de un cuerpo colectivo de víctimas de un golpe de estado, vulnerando el mandato del fundador: «no amar la contienda» (idem, 68) y «reconciliarse antes de la puesta del sol con quien se haya tenido alguna discordia» (idem, 73). Los monjes y sus abades no son enterrados en la Basílica: cuentan con un cementerio propio, situado, según su página web en «un marco natural maravilloso, nada tétrico». Me alegro por ellos.

Eran otros tiempos, podemos pensar. Y podemos pensar que cientos son los reyes y nobles que por siglos fundaron abadías para asegurarse las preces de sus religiosos: conocían demasiado bien su propia vida como para no tener terror al más allá. ¿Pero eran esos tiempos los tiempos de franquismo rampante, de los asesinatos en masa? Y no es preciso que se me recuerde a los mártires, esos asesinados especiales, verticales y gozosos por obra y gracia de un edicto papal. Los asumo, tienen mi solidaridad sincera y maldigo a los republicanos que, cegados de odio, pudieron ejercer la brutalidad de la persecución. Esto es más de lo que algunos santos serían capaces de decir de sus enemigos. Porque es sabido que los que enarbolan santos en su favor suelen tener, sólo, una mejilla. Algunos no tenemos santos mártires: sólo muertos, sin lugar apenas donde caerse muertos, sin sepulcros desde los que esperar, sin nombres ciertos que recordar, sin flores, sin velas, sin incienso. Con el amor de los suyos, también, prisionero, exiliado por décadas.

Ese es el pecado de los Benedictinos y de la Iglesia: no apreciar que nadie está llamado a decidir en la tierra quién es del cielo y quién del infierno. Y que erigir, en ese contexto, una cruz de proporciones bélicas y babélicas fue, además, un pecado de soberbia. «Stat Crux» se llama el breve pontificio de erección inmediata de la abadía: la cruz permanece estable, todo lo demás se mueve -curiosamente es parte del lema cartujo y no benedictino-. No tuvo en cuenta el Papa, ni el Abad de Solesmes -con el más bello gregoriano del mundo-, ni el de Silos -con su ciprés por posible maestro de mesura- que eso era lo que de sí mismo pensaba Franco, al que la Cruz, salvo la Laureada, debió importarle poco. Y el mundo que gira no ha respetado ese esquema. Ni la losa mortuoria. Ni la sombra excesiva de la cruz convertida, otra vez, en castigo. El catolicismo, religión histórica fundada en hechos considerados como verdad histórica, se empeña con estas cosas en devenir moralmente mera arqueología, vestigio, ruina. En estos meses han cedido a la ira, no han reconocido la verdad, no han perdonado ni ofrecido perdón. ¿Por qué en la Iglesia anida todavía tanta cobardía moral? No es un asunto político, traído a este punto, sino de qué ética son capaces de hablar después de olvidar que la peregrinación del pueblo de Dios exige el respeto por un orden civil basado en la convivencia y la capacidad para discernir entre el gobernante legítimo, el gobernante erróneo y el criminal.

El Prior, que es Prior por no haber obtenido la investidura como Abad por insuficiencia de votos de sus hermanos, debería saber todo esto. Ha escrito libros sobre la España visigoda y diríase que, desde su falangismo -que no sé si sigue profesando, aunque me gustaría saberlo-, añora imperio y medievo. Por los siglos de los siglos deben permanecer los señores, bajo la cruz, presidiendo los rituales del poder, recordando desde sus cenizas, o su gusanera, que los muertos que mataron, y los muertos que murieron por su victoria, eran muertos necesarios, imprescindibles, obra de Dios, llamados a ser cohortes celestiales, como proclama la cúpula de la Basílica. Franco, milicia de Cristo, enterrado allí donde se resume su crueldad, quiere seguir dictando lecciones, congregando huestes. Y lo de menos es el menguante número de sus cruzados, sino la santa alianza que se sigue estableciendo, como res sacra -cosa sagrada: así ha definido el Prior la sepultura del dictador-, entre la memoria histórica de los verdugos oficiales y la Iglesia, madre y maestra, dispensadora cotidiana de enseñanzas del vivir bueno a cualquier español que se le ponga por delante y receptora de ingentes cantidades de monedas, que en plata o en transferencia bancaria, a veces, siguen representando la misma cobarde maldad. ¿No habrá un abad, un obispo, un párroco que alce la voz y clame?, ¿un profeta de pueblo, un sacristán con honor, una campana vibrante?

Se dice de San Benito en la Vida escrita por el Papa Gregorio, que «desdeñó, como ajada ya, la flor de este mundo». Algunos no aprendieron la lección: diríase que, para ellos, tener a Franco allí supone renegar de la Eternidad de Dios para tener la Eternidad de la Muerte asegurada: poseer a Su Muerto por encima de otra consideración que parta de la misericordia es signo de falta de fe, idolatría. Yo no soy quién para practicar el anatema. Él, ellos, no son quienes para insultar a muertos y a vivos. Si su Dios existe, que tenga piedad de su infamia, porque se regocijan con la injusticia y se entristecen con la verdad. Y quizá no exista mayor pecado que promover el escándalo que aleja de la fe y hasta de la esperanza, porque con palabras vanas aniquilan la caridad.