La reunión que se celebró hace un par de semanas en Nueva York sobre Cambio Climático no debió celebrarse porque no consiguió nada y la repetición de encuentros de este tipo produce hastío cuando no hay resultados concretos. Y aquí no los ha habido. Los dos mayores emisores de gases de efecto invernadero son EEUU y China, el primero ni siquiera se presentó y la segunda se limitó a balbucear compromisos vagos. No era tampoco el momento oportuno porque a Donald Trump le acababa de estallar en la cara el escándalo de Ucrania que abre la vía a un eventual impeachement, y Xi Jinping estaba preocupado con los hongkoneses y ocupado con la preparación de los festejos del aniversario de la República Popular el 1 de octubre. La consecuencia es que lo único que nos ha quedado ha sido Greta Thunberg, la joven sueca que cruzó el Atlántico en barco para no contaminar y que nos riñó a todos con modos iracundos. No discuto que tenga razón porque la verdad es que mi generación le deja a la suya un planeta bastante deteriorado, lo que dudo es que lo haga de la forma más adecuada para los objetivos que persigue y que exigen ganar voluntades.
Aquí asistimos a un proceso en virtud del cual se denuncia una situación y entonces los gobiernos, que tienen el ojo puesto en las encuestas de opinión, proponen remedios que no van acompañados de estimación de sus costes económicos, sociales y en términos de empleo. Y como luego no pueden cumplir lo prometido (pregunten a los países africanos si han recibido el dinero que les prometió la Cumbre del Clima de París de 2015 para ayudarles a hacer la transición energética) son presa fácil de populismos que protestan, con la consecuencia de que entonces elevan la apuesta y el proceso se retroalimenta al margen de la realidad de lo que es posible y conveniente en cada momento.