Es conocido por los ingenieros, geógrafos y otras disciplinas profesionales que la Vega Baja del Segura se ubica en parte sobre tierras emergidas del mar en los últimos 4000 años. Era entonces lo que los geólogos llaman ahora el sinus ilicitanus, donde salvo algunas zonas más altas como el cabo de Santa Pola, el Molar en la Marina, el Cabezo Redondo, el Cabezo Soler, etcétera, las elevaciones del terreno sobre el nivel del mar son muy bajas. Sobre estas tierras ya emergidas quedaron algunas zonas pantanosas que fueron desecadas y colonizadas en el siglo XVIII bajo el patrocinio del cardenal Belluga. Son terrenos de Catral o Dolores entre otros municipios.

Desde hace unos años, en la Comunidad Valenciana, estas tierras potencialmente inundables están reguladas hidrológicamente por un documento normativo de gran escala denominado Patricova que marca el límite de las superficies inundables para distintos episodios de lluvia más o menos fuertes. En la Región de Murcia sin embargo no se dispone todavía de un documento así.

Las inundaciones producidas por la última DANA han coincidido en un alto porcentaje con las superficies anegables predichas por el Patricova. Al ser éste un documento normativo, no se entiende cómo algunos nuevos desarrollos urbanísticos han sido anegados. No es la regla general, pues la gran mayoría corresponde a tierras colonizadas en siglos pasados, pero hay algunos casos.

Es plausible pensar que en esos casos ha fallado el control de la Administración, por lo que parece lógico pensar en establecer controles adicionales para no poblar nuevas tierras potencialmente inundables en las que se puedan repetir episodios como éste último de infausto recuerdo.

La técnica actual dispone cada vez con mayor potencia de herramientas informáticas que, alimentadas adecuadamente, proporcionan modelos a pequeña escala que son capaces de pormenorizar las alturas de agua en una pequeña cuenca para una determinada lluvia.

Es cuanto menos paradójico que en algunos casos la Administración y el promotor sepan que determinadas viviendas son potencialmente inundables, y el único que no lo sepa es el comprador del inmueble, que es el que lo sufre. A veces incluso se ha recurrido a vender promociones enteras a inmobiliarias extranjeras para que lo comercialicen allí donde nadie es conocedor del peligro.

Se puede pensar entonces en que sea el propio mercado el que establezca un control adicional aportando a los agentes intervinientes una información que permita distinguir la paja del centeno.

Podemos observar en los escaparates de las inmobiliarias unos gráficos que nos indican la «eficiencia energética» de las viviendas que se compran y venden. ¿Por qué no hacer lo mismo en relación a la inundabilidad, si tenemos herramientas que nos permiten un estudio de ésta cada vez más pormenorizado?

Si fuera obligatorio para cada transacción inmobiliaria mostrar un certificado del riesgo de inundabilidad, emitido por algún agente externo a la administración o supramunicipal, al control obligatorio y necesario de la administración se sumaría el control del propio mercado. Cuando el mercado sepa lo que realmente está comprando, quizá deje de querer viviendas en zona inundable, y quizá entonces dejen de construirse inmuebles en sitios de riesgo.

¿Es más importante saber si se me escapa el calor por la ventana que saber si un día la casa se me va a llenar de agua y barro?