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Los kurdos, una vez más traicionados

No sé por qué, pero en el largo y cada vez más enrevesado conflicto sirio, los kurdos le han parecido siempre a uno los únicos combatientes con los que lograba en cierto modo empatizar.

Tal vez contribuían a ello las imágenes distribuidas por los medios de esas resueltas milicianas kurdas que, fusil en mano, tanto parecían recordar a las jóvenes milicianas de nuestra guerra civil.

Ha estado combatiendo a la vez durante años esa minoría étnica - la mayor sin Estado de todo Oriente Medio- el despotismo del régimen sirio de Bashar al-Asad y el ciego fanatismo del Estado islámico.

Todo ello mientras luchaba por conseguir algo que les denegaron los intereses coloniales de las potencias que desembraron el imperio otomano tras la Primera Guerra Mundial.

Los kurdos de Siria, como antes los de Irak, quisieron aprovechar la guerra civil en su país para arrebatarle a Asad una parte del territorio nacional, donde establecer una autonomía, posible embrión de esa gran patria kurda con la que siempre soñaron.

Apoyados militarmente por EEUU, los kurdos sirios fueron determinantes en la guerra internacional contra el Daesh (Estado islámico), mientras la vecina Turquía veía sobre todo en ellos un futuro peligro para su integridad nacional.

Para el Gobierno de Ankara, se trataba de potenciales aliados militares del PKK turco- el Partido de los Trabajadores del Kurdistán-. considerado por Turquía, pero también por EEUU una organización terrorista.

Ahora, el presidente Donald Trump, más interesado que sus predecesores en lanzar guerras económicas o comerciales que en arriesgarse a nuevas aventuras militares, ha decidido que los kurdos de Siria ya cumplieron su papel y los abandona a su suerte.

Nada parece importarle cual sea su destino en la Siria de Bashar al-Ásad, ni lo que pueda ocurrir con las decenas de miles de prisioneros - combatientes derrotados del Estado islámico y sus familias-, que los kurdos han estado custodiando en los campamentos del territorio sirio que controlan.

Aprovechando la dejación de Washington, la Turquía de Recep Tayyip Erdogan acaba de lanzar una operación militar a gran escala contra los kurdos en la amplia región del noreste de Siria que controlan.

Su objetivo declarado es establecer allí una zona de 30 kilómetros de profundidad donde reasentar a tres millones y medio de refugiados sirios - todos ellos árabes- que están actualmente en territorio turco, y que funcionaría al mismo tiempo como una especie de tampón.

La operación, lejos de servir para estabilizar la región, como asegura Ankara, amenaza con provocar todavía más caos: los kurdos habrán de dedicar todos sus efectivos a defenderse de los ataques del segundo Ejército más poderoso de la OTAN y descuidarán la custodia de los prisioneros del Estado islámico.

A las previsibles nuevas oleadas de refugiados kurdos se suma el peligro que supondría la involuntaria liberación, aprovechando ese caos, de miles de fanatizados miembros del Daesh.

Pero esto parece preocupar mucho más a los poderes regionales, a los países del norte de África amenazados por el Estado islámico y, por supuesto, a los europeos, que a un Donald Trump cada vez más acechado por los escándalos internos.

Estados Unidos no tiene amigos, y eso lo sabe también el pueblo afgano, al que Washington parece dispuesto ahora a dejar nuevamente a merced de los talibanes tras un conflicto sin fin originado por un ciego deseo de venganza tras los atentados terroristas del 11 de septiembre. Ni siquiera su más incondicional aliado en Oriente Medio, el Estado judío, acaba de fiarse de él.

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