Pongamos que llega a España un periodista procedente de Marte con el encargo de cubrir la precampaña y la campaña de las próximas elecciones del 10 de noviembre. Tras bajar de platillo volante y realizar el correspondiente trabajo de documentación -leyendo periódicos, escuchando tertulias políticas y sumergiéndose en las redes sociales-, el reportero extraterrestre se encontraría ante una circunstancia inexplicable: los políticos españoles -los profesionales y los amateurs- dedican buena parte de su tiempo y de sus habilidades dialécticas a discutir y a repartirse responsabilidades sobre una guerra civil que terminó hace 80 años. El pobre marciano las pasaría canutas para explicarle a su redactor jefe por qué demonios en pleno siglo XXI un país desarrollado con problemas graves en materia económica y territorial invierte tanto esfuerzo en un debate más propio de los historiadores que de las personas que aspiran a gestionar una Administración pública.

De forma involuntaria, nuestro amigo interplanetario se habría encontrado con la que es la principal avería del actual sistema político español. La Transición fue un proceso ejemplar, que puso las bases de una convivencia pacífica y de una prosperidad de las que nos hemos beneficiado todos durante las cuatro últimas décadas; un periodo de tranquilidad excepcionalmente largo para un país que históricamente ha tendido hacia la visceralidad y hacia la puñalada trapera. Todos los éxitos que se atribuyen al tránsito institucional entre la dictadura y la democracia se convierten en fracasos cuando hablamos de un asunto tan delicado como es el de la digestión del conflicto de 1936 y de sus consecuencias. Contemplada desde este punto de vista, la Transición fue una chapuza de grandes dimensiones, cuyos protagonistas se limitaron a esconder debajo de la alfombra aquellos temas que presentaban una mayor complejidad, convencidos de que el paso del tiempo acabaría curándolo todo.

Hay que repartir responsabilidades por todos los colores del arco iris parlamentario. En los primeros años de democracia, la izquierda -atenazada por el temor justificado a una asonada militar- renunció a abrir una causa general sobre la dictadura franquista. Luego, cuando la situación se fue normalizando, el posibilismo de conveniencia aconsejó a los partidos progresistas excluir de sus agendas toda referencia a unos asuntos cuyo manejo era muy incómodo. Por su parte, la derecha vivió un breve periodo de timidez respecto al pasado y al final, no pudo resistirse a la tentación de pescar votos entre el franquismo sociológico. La cosa llego a tales extremos, que el conservadurismo patrio ha sido capaz de coquetear con un discurso revisionista sobre la guerra y la dictadura; construyendo una inverosímil operación de maquillaje y de dulcificación de un gobierno autoritario de corte militar, que no habría sido permitida en ningún país occidental.

Acumulando un despropósito detrás de otro, al final lo hemos conseguido. En pleno año 2019, un dictador duerme con honores en un mausoleo faraónico, los cadáveres de centenares de víctimas de un viejo golpe de Estado siguen abandonados en las cunetas, presidentas de comunidad autónoma anuncian masivas quemas de conventos por parte de las hordas rojas, nuestros callejeros siguen llenos de personajes dignos de una película de terror y líderes de la ultraderecha intentan ganar un puñado de votos insultando la memoria de las inocentes víctimas de un conflicto que terminó hace ocho décadas. En este país, la Historia sigue siendo un armamento político de alta efectividad y los partidos la usan con la máxima crueldad y con el máximo oportunismo posible.

Los españoles tenemos un problema que no se resolverá hasta que una generación de políticos providenciales alcance un gran pacto sobre la memoria histórica, que cierre definitivamente todas las heridas y que saque del debate partidista temas que ya deberían llevar años en las universidades y en los archivos. A la vista de cómo se van desarrollando los acontecimientos en el convulso escenario político nacional, es inevitable caer en el pesimismo y pensar que aún faltan muchos, muchísimos años para que alguien escriba el final de esta triste historia de cainismo.